Intento de ascenso al Chimborazo (6310 m)
(22-25 de Junio de 1802)
Alexander von Humboldt
Comentario preliminar:
Con el afán de darle voz en la Andina a los antiguos de la “prehistoria” del montañismo, publicamos en el Heft 1 un artículo de Charles Darwin y ahora el reporte de Alexander von Humboldt sobre el intento de ascenso al Chimborazo. Creemos que no hay mejor forma de introducir el reporte que con las palabras de Paul Güssfeldt, el primer hombre que le puso atención al desarrollo científico y turístico de los Andes chileno-argentinos. Sobre el gran naturalista escribió (Güssfeldt. Viaje a los Andes de Chile y Argentina. Berlín, 1988):
“La cordillera sudamericana evoca, no sólo en Alemania, sino que en todas las naciones civilizadas, el venerable nombre de Alexander von Humboldt. Más de un cuarto de siglo ha pasado desde que este hombre se despidió de este mundo y no han faltado quienes junto con el hombre también habrían enterrado su fama. Con la diligencia de un criado rencoroso se han buscado las debilidades que cada gran hombre puede poseer; esto ha generado una reacción en contra, la cual debería posponer el juicio. Pero ¿qué nos importa que la piedra del pedestal tenga algunas manchas si la estatua que se levanta sobre ella se eleva pura y audaz en el aire? Quiero decir que nuestra respetable admiración por Alexander von Humboldt se vuelve cada vez más profunda mientras más partes de la superficie terrestre conocemos desde nuestra propia perspectiva, mientras más envejecemos, mientras nuestro espíritu eleva sus devaneos filosóficos para llevarnos más cerca del objetivo final del conocimiento humano. A sus agudas dotes de observación supo darles la dirección correcta, su espíritu lanza el germen en el material creado por el mismo, lo fertiliza con su amor por la naturaleza y desarrolla con eso el diagrama de un mundo ordenado. De esta forma se unen en él las fuerzas interiores del naturalista, del viajero, del filósofo, también las del poeta con las que tenía las nociones y dominio completo del idioma. Justamente esta combinación de fuerzas diferentes lo hizo grande. Sus rivales, sin embargo, mutilaron la creación hermosa y homogénea.
Humboldt fue el primero en traernos conocimientos científicos de una parte de la cordillera. En su gran viaje (1799-1805) visitó Bogotá y las tierras altas de Quito y combinó el material que tenía a mano con sus propias investigaciones. El intento de ascenso que realizó al Chimborazo (6310 m) fracasó en una medida mayor a la que el propio Humboldt quería aceptar, pero le trajo el honor al cerro de ser hasta hoy en día la única cumbre de los Andes conocido por jóvenes y ancianos. A un conocedor del cerro, que el intento no haya resultado, le puede parecer normal; para eso se requerían preparativos y medidas especiales y en tiempos de Humboldt la alta montaña era muy poca conocida y por esto poco se dominaba el arte de andar por ella. Esto se demuestra de la mejor forma por la atención que provocaron con justa razón las dos primeras ascensiones del Mont Blanc (1786 y 1787).
Recién hace pocos años, el inglés Whymper, acompañado por los Carrel, guías piamonteses del Val Tournanche, alcanzó la cumbre del Chimborazo por primera vez y poco después una segunda vez.”
Puede ser que Humboldt no haya alcanzado la cumbre, a pesar de eso su desempeño merece nuestra admiración. Para su tiempo, Humboldt alcanzó el punto más alto que algún hombre, en todo el mundo, hasta ese momento había pisado.
En 1880, el “león británico de la altura” Edward Whymper consiguió ascender dos veces el Chimborazo.
En 1903 el Prof. Dr. H. Meyer, jefe del Instituto Bibliográfico de Leipzig, intentó junto al pintor muniqués Rudolf Reschreiter ascender el Chimborazo. Ellos llegaron hasta 90 m bajo la cumbre y debido a las formaciones de hielo, debieron regresar. (Meyer, In den Hochanden von Ecuador. Berlin 1907).
La primera de las imágenes del siguiente reporte es la reproducción de un grabado de Thibaut terminado de acuerdo a un bosquejo de Humboldt. Las imágenes siguientes son reimpresiones de dibujos del montañista inglés Whymper (Travels amongst the Great Andes of the Equator).
Erich Werner
El alcanzar grandes alturas es de poco interés científico cuando estas se encuentran mucho más arriba del límite de la nieve y sólo pueden ser visitadas por un par de horas. Debido a las nieves eternas que cubren el terreno, la observación de las rocas queda imposibilitada y sólo se asoman algunas capas muy degradadas. La vida orgánica en estas altas soledades de la superficie terrestre está extinta. Apenas se pierde en las delgadas capas de aire el buitre de montaña (cóndor) e insectos alados. Esto, que parece inalcanzable, tiene una misteriosa fuerza de atracción. El Chimborazo, que entonces se suponía era el punto más alto de los Andes, ha sido el agotador objeto de todas las preguntas que se me hacen desde mi primer regreso a Europa.
El 22 de junio de 1799 estuve en el cráter del Pico de Tenerife, tres años más tarde conseguí llegar 6700 pies más arriba, hasta cerca de la cumbre del Chimborazo. Ya en la aproximación disfrutamos durante varios días, en la altiplanicie cubierta por piedra pómez, de una magnífica vista de la cumbre con forma de campana o de catedral del Chimborazo bajo un tiempo despejado. Con un largavista habíamos estudiado el lejano manto de nieve del cerro y descubierto varias aristas rocosas libres de vegetación que como angostas franjas se levantaban entre las nieves eternas hacia la cumbre y nos daban alguna esperanza de poder poner los pies firmes en la zona de la nieve.
Nos encontrábamos en la planicie de Tapia, desde la cual iniciamos el 22 de junio nuestra expedición al Chimborazo, a 8898 pies sobre el nivel del Sur. Esta altiplanicie está parcialmente cubierta por tallos de cactus. Rebaños de coloridas llamas buscan acá por miles su escaso alimento. A una altitud tan grande, la fuerte radiación térmica nocturna del suelo daña los cultivos por el enfriamiento del aire y el congelamiento de las semillas que están madurando.
Después de pasar la noche en Calpi, que según mi barómetro está a 9720 pies sobre el nivel del mar, comenzamos el 23 en la mañana la verdadera expedición al Chimborazo. Intentamos ascender el cerro por la cara Sureste y los indios, que nos debían servir como guías y de los cuales sólo unos pocos llegaron hasta el límite de la nieve, le dieron su preferencia a esta ruta. Encontramos al Chimborazo rodeado por grandes planicies que se encuentran en escalones unas sobre otras. En primer lugar, cruzamos los Llanos de Luisa, luego tras un ascenso no demasiado pronunciado, llegamos al Llano de Sisgún. La perfecta horizontalidad de esta altiplanicie permite que el agua permanezca en ella. Uno cree ver un lago. Los extensos pasillos de hierba son en el Chimborazo, como en todas partes alrededores de las altas cumbres de los Andes, tan monótonas, que la familia de los pastos rara vez es interrumpida por hierbas dicotiledóneas. Casi es como la estepa que en vi en áridas zonas del norte de Asia.
Desde la altiplanicie de Sisgun se asciende de forma bastante abrupta hasta una laguna de montaña (laguna de Yana-Cocha). Hasta acá había venido sobre una mula y sólo de vez en cuando me había bajado de ella para recolectar plantas, junto a mi compañero Bonpland. El cielo se fue nublando, pero entre las capas de neblina todavía era posible reconocer grupos de nubes dispersas. La cumbre del Chimborazo es visible en pocas ocasiones. Debido a que la noche anterior había caído mucha nieve dejé la mula acá, donde encontramos el límite de esta nieve fresca: un límite que uno no debe confundir con el de las nieves eternas. El barómetro mostraba que recién habíamos llegado a 13.500 pies. Mis compañeros, Bonpland y Carlos Montufar, cabalgaron hasta el límite de la nieve, es decir, hasta la altura del Mont Blanc. Ahí quedaron nuestros caballos y mulas para esperarnos hasta nuestro regreso.
900 pies más arriba de la pequeña laguna Yana-Cocha vimos por fin roca desnuda. Hasta acá, el pasto nos había impedido la investigación del suelo. Grandes murallas de roca, desde el Noreste hacia el Suroeste, en parte separadas en columnas desiguales, se levantan desde la capa de nieve eterna: una roca negra cafezosa, brillante como pórfidos. Un grupo, se levantaba solitario y recordaba a lo lejos a mástiles y troncos de árbol. La abrupta pared nos llevó por la región por la región de las nieves hacia una angosta arista con dirección a la cumbre que nos hizo posible avanzar puesto que la nieve estaba tan blanda que uno no se atrevía a tocar su superficie. La arista estaba formada por roca muy descompuesta.
El sendero se volvía cada vez más angosto y empinado. Todos los nativos nos dejaron a una altitud de 15.600 pies. Todas las solicitudes y amenazas fueron en vano. Los indios aseguraban sufrir más que nosotros de falta aliento. Nos quedamos solos: Bonpland, nuestro amable amigo Carlos Montufar, un mestizo del pueblo cercano de San Juan y yo. Con mucho esfuerzo y paciencia llegamos más arriba de lo que esperábamos puesto que no quedamos completamente envueltos en la niebla. La arista, con frecuencia, tenía un ancho de 25 centímetros. A la izquierda la caída estaba cubierta con nieve, cuya superficie parecía cristalizada por las heladas. La delgada superficie de hielo tenía unos 30° de inclinación. A la derecha se perdía nuestra vista de forma espeluznante en un abismo de 800 a 1000 pies desde el cual se elevaban rocas libres de nieve. Siempre mantuvimos el cuerpo inclinado hacia este lado, puesto que la caída hacia la izquierda parecía más peligrosa porque hacia allá no se ofrecía la posibilidad de afirmarse de las rocas con las manos y porque la delgada corteza de hielo no aseguraba el no hundirse en la nieve blanda. Con mucho cuidado sólo pudimos tirar hacia abajo pedazos de roca porosa (dolerita). La superficie nevada estaba tan extendida que perdíamos de vista las piedras antes de que terminaran su caída.
Pronto encontramos que la continuación del ascenso se ponía más difícil, que la descomposición de la roca aumentaba. En algunos empinados escalones debimos utilizar manos y pies al mismo tiempo como es habitual en los Alpes. Como la roca era muy afilada, recibimos dolorosas heridas en las manos. El insignificante agarre de la roca en la arista hizo necesario seguir con mucha precaución puesto que muchas rocas que suponíamos firmes, estaban cubiertas por arena. Íbamos uno detrás de otro y para hacerlo más lento, probando cada punto que parecía inseguro. Afortunadamente, el intento de alcanzar la cumbre del Chimborazo era el último de nuestro viaje a las montañas de Sudamérica, por esto es que las experiencias acumuladas anteriormente nos guiaban y daban más confianza en nuestras fuerzas. Es una característica propia de todas las excursiones en los Andes que, más arriba del límite de las nieves eternas, hombres blancos se encuentren en las situaciones más críticas, siempre sin guía, sin conocimientos sobre su ubicación. Acá uno es el primero.
Por momentos no podíamos ver la cumbre y estábamos doblemente curiosos por saber cuánto nos quedaba por ascender. Abrimos el barómetro en un punto donde el ancho de la arista permitía que dos personas se pararan con comodidad una al lado de la otra. Estábamos recién a 17.300 pies de altitud; es decir, apenas 200 pies más arriba que lo que habíamos estado tres meses antes cuando ascendimos una arista similar en el Antisana. El cálculo de la altitud en la montaña es como el cálculo de la temperatura en un verano caluroso: uno encuentra con molestia que el termómetro no está tan arriba o que el barómetro no está tan abajo como uno esperaría…
Tras una hora de cuidadosa escalada, la arista se puso menos empinada, pero lamentablemente la neblina permaneció igual de densa. Comenzamos a sufrir una tras otro de grandes malestares. El deseo de vomitar estaba unido con algo de mareo y era mucho más molesto que las dificultades para respirar. Un hombre de color (mestizo de San Juan), por bondad y en ningún caso por provecho propio, no nos quiso abandonar. Era un hombre de campo fuerte y pobre que sufría más que nosotros. Sangrábamos por las encías y los labios. La conjuntiva de los ojos estaba mezclada con sangre…
Las capas de neblina que nos impedían ver objetos a la distancia, de pronto, parecieron desaparecer. Reconocimos de nuevo y muy cerca la cumbre con forma de catedral del Chimborazo. Era una vista magnífica. La esperanza de alcanzar esta anhelada cumbre renovó nuestras fuerzas. La arista de roca que sólo por acá y por allá estaba cubierta por unos copos de nieve se hacía más ancha; apuramos nuestros pasos hasta que un tipo de quebrada de unos 400 pies de profundidad y 60 pies de diámetro le puso un límite infranqueable a nuestra empresa. Vimos con claridad más allá del abismo como nuestra arista de roca continuaba en la misma dirección; sin embargo, dudo que lleve hasta la cumbre. La brecha no se podía rodear. La forma del despeñadero lo hacía imposible. Era la 1:00 de la tarde. La temperatura del aire era de solo 1,6° bajo el punto de congelamiento, pero tras una estadía de varios años en las calurosas zonas tropicales, nos parecía este poco frío entumecedor. Además, nuestras botas estaban empapadas con agua, puesto que la arena, que hasta acá cubría la arista, estaba mezclada con nieve. Habíamos alcanzado una altitud de 3016 Toisen, más exactamente 18.096 pies parisinos (5810 m). Si la altitud del Chimborazo señalada por La Condamine, de acuerdo a la lápida conservada en el Colegio jesuita de Quito, fuera correcta, nos faltaron hasta la cumbre 1224 pies de desnivel o tres veces la altura de la Catedral de San Pedro en Roma.
Nos quedamos un corto rato en esa triste soledad pronto nuevamente cubierta por neblina. El aire húmedo estaba inmóvil. No se notaba ninguna dirección determinada había en los aislados grupos de gruesas nubes. Ya no veíamos la cumbre del Chimborazo ni de alguno de los nevados vecinos, ni menos la altiplanicie de Quito. Estábamos como aislados en un globo. Sólo algunos líquenes nos habían acompañado por sobre el límite de la nieve eterna. El último musgo verdecía 2500 pies más abajo. Una mariposa (esfinge) fue atrapada por el señor Bonpland a 15.000 pies de altitud, vimos una mosca 1600 pies más arriba.
Como el tiempo empeoraba nos apresuramos a descender por la misma arista que nos había facilitado el ascenso. La precaución fue aún más necesaria que al ascender debido a la inseguridad en los pasos. Nos deteníamos sólo el tiempo necesario para recolectar muestras de roca. Veíamos hacia adelante que en Europa nos dirigirían la palabra con frecuencia por “un pequeño pedazo del Chimborazo”. Cuando estábamos a aproximadamente 17.400 pies de altitud, comenzó a granizar con fuerza. Eran granos blancos como la leche y transparentes…Veinte minutos antes de que alcanzáramos el límite de las nieves eternas, el granizo se transformó en nieve. Los copos eran tan gruesos que varias pulgadas cubrieron la arista. Habríamos corrido un gran peligro si es que la nieve nos hubiera sorprendido a 18.000 pies de altitud. A las 2:00 y unos minutos alcanzamos el punto donde estaban nuestras mulas. Los nativos que se habían quedado esperando estaban preocupados por nosotros más de lo necesario.
La parte de nuestra expedición arriba de la nieve eterna sólo había durado 3 horas y media y nosotros, a pesar de la menor densidad del aire, nunca necesitamos sentarnos a descansar…
Tomamos nuestro camino de regreso hacia el pueblo de Calpi, un poco al Norte de Sisgun, por el páramo rico en vegetación de Pungupala. A las 5:00 de la tarde ya estábamos con el amigable parroco de Calpi. Como es habitual, luego del día de expedición nublado vino un día radiante. El 25 de junio en Riobamba Nuevo nos apareció el Chimborazo en toda su magnificencia, me gustaría decir en su silenciosa grandeza y majestad que es el carácter de la naturaleza en las zonas tropicales…
Traducción: Álvaro Vivanco
Artículo publicado originalmente en la Revista Andina 1928 Heft 3