Semana Santa en la zona del Echaurren – Traducción del artículo de Albrecht Maass de 1929

Semana Santa en la zona del Echaurren

Albrecht Maass, Santiago

Como emblema de la laguna Negra, la joya más preciosa de la alta cordillera de Santiago, se levanta hacia el Noroeste de ella el Echaurren, un gran macizo con una delicada gorra de nieve y un respetable glaciar que, haciendo una elegante curva, cae casi hasta sus aguas.

Durante mi última estadía en la mencionada laguna, durante un descanso de 8 días de dos duras ascensiones, la visión de este impresionante macizo me despertó la idea de conocer esta cumbre, especialmente porque debía ofrecer interesantes vistas hacia el valle del Colorado y valiosas vistas hacia la zona del Tupungato, conocido como el cerro más alto de Chile.

La falta de tiempo, en aquella ocasión, obligó a postergar el ascenso hasta los próximos días feriados. En todo caso, se acordó con el guía José María todo lo necesario para esta excursión, incluyendo también la confirmación de la ruta elegida para el ascenso que era por la parte superior del valle del Encañado, que se encuentra entre el Echaurren por un lado y por el otro el Piuquencillo, un cerro de similar altitud y unido por una arista desmoronada que cierra el valle hacia el Noroeste.

Once excursionistas más o menos motivados se encontraron temprano el viernes santo para, antes del amanecer, viajar en camión hacia San José de Maipo, el inicio de la excursión.

Cuatro días de dorada libertad en alegre compañía, afuera, en el desconocido mundo de las montañas. No hay que maravillarse cuando, a pesar del frío de la mañana, se oye una voz llena de alegría que contagia al resto y también las mofas más ácidas son respondidas con risas.

Tras 2 horas de viaje, alcanzamos San José donde todo se descarga. Pronto aparece Don José, acompañado por su hermano y su hijo y con numerosos animales de carga y montura.

Los iniciados pescaron rápidamente “la mejor mula” o “el mejor caballo” con “la mejor montura”, mientras que los principiantes esperaron la distribución de los animales sobrantes.

Mi propia montura y mi ya conocido e inofensivo caballo tordillo que no tiene aquella desconfianza a las fotografías que de forma inentendible tienen otras mulas y caballos, me aseguraron, esta vez, una cabalgata sin peligro y agradable.

Un radiante día de comienzos de otoño teníamos por delante. El sol casi era demasiado bondadoso. Cada uno respiró aliviado cuando hicimos una pequeña pausa junto a un pequeño estero para desensillar y refrescarse. Yo utilicé un árbol para amarrar mi animal bajo él y así aproveché la sombra, no como los otros que tuvieron que sentarse a pleno sol sobre sus monturas.

El camino que, tras una corta subida a una quebrada lateral del valle del Maipo, lleva a la zona de la cuenca de los Tres Esteros, sin viento era un verdadero horno y comenzó a subir por un empinado zigzag por arriba de un profundo cañón acercándose poco a poco al paso del Peladero. Aproximadamente a unos 2400 m, junto a unas vegas que ofrecían suficiente agua se levantó el primer campamento. Nos encontrábamos sobre una planicie adecuada. la vista se dirigía libremente hacia el Oeste al valle del Maipo y por el Potrero Grande al Ramón, mientras que hacia el Suroeste, el Peladero con su forma característica cerraba la vista. Delante nuestro, más allá del valle del Maipo, se levantan cadenas montañosas similares, todas más o menos achatadas y unidas en una planicie que sólo en pocos puntos sobrepasa los 2500 m, pero que de todas maneras, con suficiente nieve, debe ser un lugar ideal para el ski. Detrás nuestro se levanta el terreno en forma de terrazas. El camino lleva en un fuerte zigzag hacia arriba para buscar una brecha, la pasada al próximo punto.

Rápidamente se arman las tres carpas: la carpa pequeña de alta montaña para las tres damas, la siguiente más grande para los hombres casados y el solterón del grupo y la carpa más grande, para los jóvenes.

Una cazuela fabulosa preparada por una mano experta, luego el habitual mate y un postre bien hecho por una mano femenina, endulzan la primera noche.

Sobre nosotros tenemos un cielo despejado en el cual destellan las primeras estrellas. Todo se pone más silencioso alrededor del fuego que se apaga. Algunos jóvenes se quedan todavía junto al fuego para darle algunas pitadas a sus cigarros y reírse de los chistes del gracioso que parece tener una reserva inagotable de ellos.

 

Participantes sobre la arista. Vista hacia un valle desconocido y al Colorado.

A la mañana siguiente partimos temprano, puesto que todavía tenemos un buen tramo delante nuestro hasta llegar a los pies del macizo del Echaurren donde queremos armar nuestro campamento desde donde se debe realizar el ascenso.

El sendero asciende con fuerza por una angostura entre las rocas hasta el siguiente nivel del terreno. Delante nuestro se extiende una gran planicie con lomas sobre la cual, eh dirección sur, se pierde el sendero hacia el paso Peladero, detrás del cual se encuentra el valle del Encañado. En todo caso, un largo trayecto, como todos sabemos.

El final de la planicie nos ofrece una cadena de rocas que muestra cierta similitud con el Echaurren, pero acerca de su nombre y posición no sabemos nada puesto que el guía apenas conoce esta zona y la única carta sólo muestra unas lacónicas rayas. En todo caso, el Echaurren no puede estar lejos y decidimos renunciar a la larga cabalgata por el paso Peladero y hacia atrás al valle del Encañado e intentar, por la cadena rocosa, el ascenso al Echaurren, cuya cumbre debe estar detrás de la terraza de rocas que tenemos por delante, la que tras consultar nuestros altímetros estimamos tiene 4000 m, es decir, aproximadamente la altitud del Echaurren.

Al mediodía alcanzamos el final de nuestra planicie. Delante nuestro se levantan muros de roca casi semicirculares que alcanzan 500 a 800 m de altura en unas torres puntiagudas hacia las cuales sólo asciende una ladera de acarreo para intentar un eventual ascenso a la arista.

La tarde es utilizada para realizar una cabalgata de reconocimiento para constatar si es que es más conveniente ascender, tras rodear las rocas semicirculares, desde la cara Norte que tiene normalmente menos nieve que la cara Sur.

Pronto tuvimos que darnos cuenta de que no era posible continuar por la arista, puesto que mientras más se ascendía más descompuesta se ponía y con eso mostraba tal inestabilidad que hacía más aconsejable dar la vuelta e intentar el ascenso por la ladera de acarreo bajo las rocas semicirculares. Según las afirmaciones del guía, arriba, bajo las torres de la arista, se encuentran antiguas minas de cobre a las que lleva una huella. Esta huella nos será de gran utilidad, puesto que facilita el ascenso por el acarreo suelto.

El resto de la tarde se pasó con preparativos para el ascenso como la repartición de provisiones, revisión de los crampones, etc.

Rápidamente cae la noche que nos reúne alegremente en el campamento. Resuenan antiguas canciones populares, algunas serias y otras más alegres que son cantadas con más entusiasmo que perfección.

Temprano nos vamos al “sobre” puesto que a las 3:00 nos tenemos que despertar para estar con la salida del sol arriba de la arista.

A las 4:45 se pone en movimiento el grupo a caballo. Todavía es noche profunda, sólo el tenue brillo de la luna nos ilumina el camino.

Tras algunas dificultades encontramos la antigua huella minera, por la cual los animales avanzan bien. Pocas palabras se intercambian; cada uno está ocupado con sus propios pensamientos o dormita sobre el lomo de su caballo o mula.

El amanecer nos encuentra junto a los restos de las casas de los mineros, donde hacemos fuego con los restos de madera para devolverle flexibilidad a las extremidades rígidas por el frío de la mañana. Estamos aproximadamente a unos 3600 m. En una pequeña hondonada se encuentra el primer hielo.

Acá dejamos los animales para ascender por el acarreo suelto y tratar de alcanzar alguna canaleta de roca que ofrezca firmeza para subir. Esta pelea con el acarreo, “2 pasos hacia arriba y uno para atrás”, no es nuestro gusto. Lamentablemente el terreno tiene la inestabilidad típica. Con frecuencia se oye el llamado de advertencia: “piedra”.

Intento ascender, al lado de una canaleta, por la roca en forma de terraza para estar menos expuesto a la caída de piedras que constantemente produce quien va delante mío. A pesar de los reiterados llamados, quien va detrás mío no se puede decidir a dejar la peligrosa canaleta. Las consecuencias no se dejan esperar y cuando una piedra lo alcanza, se ve obligado a regresar.

Encordado y bajo un estruendo atronador de piedras que caen, alcanzo en cuarto lugar la arista donde mis amigos me saludan. Un sol radiante me recibe. Delante mío se sigue abruptamente hacia abajo a un profundo y completamente desconocido valle que desagua hacia el río Colorado. Más atrás hay puntas rocosas desmoronadas que, según la carta, pertenecen a las estribaciones del Echaurren y que, como con frecuencia ocurre en Chile, son más altas que la verdadera cumbre. A mi derecha, desde el sureste, se extiende en un arco hacia el Norte la arista del Echaurren, mientras que bien a la derecha, como un castillo se levanta un macizo rocoso que se ve como el escalón final del terreno lleno de terrazas y que desde el río Maipo, alcanza su punto más alto acá.

Tengo delante mío al Tupungato, al Tupungatito y luego vienen innumerables cumbres de un mundo desconocido para mí. La forma clásica de volcán del Tupungato, con su cumbre casi sin nieve, sobresale desde verdaderos campos de hielo y es la imagen más sublime de toda la excursión.

Vista desde el Piuquencillo hacia el Echaurren. A la izquierda el cono del Tupungato.

Para inmortalizar este magnífico panorama en una placa, busco un lugar adecuado para mi cámara fotográfica. Unas placas de roca forman casi una mesa que me parece lo suficientemente firme para subirme a ella. Con un elegante respaldo, me quiero levantar cuando un gran bloque abajo mío se suelta y cae rumbo a la canaleta por donde otros compañeros todavía ascienden. Tras el grito de advertencia, dos de ellos se hacen rápidamente a un lado, mientras que el tercero, haciendo uso de una gran presencia de ánimo, se lanza a un lado salvándose de lo peor, aunque su reloj resulta destruido por las piedras. Debido a que nos volvimos más precavidos después de experimentar este nuevo peligro, decidimos un buscar, de todas maneras, otra ruta para el descenso. Hay dos rutas a la cumbre del Echaurren, una se encuentra en dirección sureste por la arista, arriba de los escalones del Piuquencillo, que está unida a nosotros.

Uno se decide a intentar el ascenso por la arista, mientras el amigo K. espontáneamente cruza el acarreo bajo la arista para intentar alcanzar una marcada brecha en la arista entre el Piuquencillo y el Echaurren. A mí también me parece que esta ruta es la correcta, aunque con ello se pierda más de 200 m de altura que se deben volver a ascender.

Deslizarse por el acarreo, a menudo una fina capa de piedras sobre roca lisa, más el efecto del sol, potenciado por la altitud, y la empinada ladera hacen de esta travesía una tortura. Aliviado respiro cuando puedo subir a la arista y con esto termina el patinaje. Tras un corto ascenso, alcanzo acezando a los amigos K. y W. Pronto nos alcanza un cuarto que ha conseguido, por su propia ruta por la arista, llegar hasta acá.

Nos encontramos exactamente en la arista que une al Piuquencillo con el Echaurren. Delante nuestro hay una caída casi vertical hacia el valle del Encañado, mientras que el valle sin nombre atrás nuestro, cuyas laderas hemos cruzado, cae hacia el río Colorado.

Vista desde la arista que une al Piuquencillo con el Echaurren hacia el Mesón Alto (derecha), a la izquierda parte del macizo del Marmolejo.

Los penitentes son claramente visibles en la cumbre del Echaurren. Deliberamos: ahora es sólo una cuestión de tiempo y perseverancia el alcanzar el Echaurren por la arista aserrada y descompuesta. Quizás son dos horas o quizás son cuatro horas hasta arriba. ¿Quién puede estimar correctamente en un terreno desconocido? Luego el mismo trabajoso y poco agradable camino de vuelta y para terminar el descenso al campamento por una canaleta que todavía debemos buscar.

Una mirada al reloj nos aconseja que nos debemos conformar con lo alcanzado si es que no queremos descuidar el bienestar de nuestros compañeros que, en la otra arista, nos esperan para buscar juntos la ruta de descenso.

El estómago se reporta con justa razón. En la mitad de la cocina y la comida escuchamos llamados indignados que provienen de la plataforma del Piuquencillo, unos 50 m más arriba. Se trata de otros dos compañeros que, tras una difícil escalada, finalmente alcanzaron la cumbre arriba nuestro y han llegado a caída vertical y que durante su estudio de cómo proseguir por la arista hacia el Echaurren, nos han descubierto.

Como no llevan ningún tipo de provisión caliente, obviamente no pueden ver con tranquilidad como nosotros, 50 m más abajo, lo pasamos bien sin que ellos puedan conseguir algo de eso.

Gerd von Plate escalando por la cuerda hacia el Piuquencillo.

Con ayuda de la cuerda nos dejamos levantar una tras otro para hacer un intercambio de provisiones por la incomparable vista completa que se disfruta allá arriba y que se extiende a la laguna del Encañado y hasta una considerable parte de la laguna Negra. A la derecha nuestra se encuentran nuestros amigos de enero, el Morado y el Mesón Alto y más atrás se alcanzan a asomar hacia el Este y Suroeste el marmolejo y el volcán San José. En dirección noreste las Puntas Negras y los Picos Negros con el Nevado de Piuquenes como tentador 6000, todas cumbres de las más diversas formas que llaman a nuevos a ascensos.

Vemos que sobre la planicie de Santiago se encuentra una densa capa de nubes que hace que los pobres santiaguinos vean todo gris.

De mala gana iniciamos el retorno. Tras algunas pasadas críticas y algo de escalada alrededor o por sobre las torres rocosas, alcanzamos la brecha en la arista donde los otros nos esperan anhelosos para realizar el descenso juntos.

Lamentablemente se comprueba que es imposible, como se ha planeado, bajar por una gran línea de acarreo puesto que cuando los dos primeros están listos se resbalan por el acarreo y sueltan tales bloques que rápidamente los debemos subir para rescatarlos de la amenazante avalancha de piedras.

Tras otra deliberación, decidimos realizar el descenso por un pequeño nevero. Para esto tuvimos que devolvernos un poco, no hay otra ruta posible. Con ayuda de escalones tallados en la nieve dura pudimos superar esta dificultad, aunque no sin que el amigo K. en una caída involuntaria perdiera el pedazo más valioso de su clásico pantalón. Con este último pequeño incidente alcanzamos todos sanos y salvos el campamento.

Es verdad que no habíamos alcanzado el objetivo que no habíamos fijado, sin embargo, la vista inolvidable y el involuntario descubrimiento y ascenso del cerro Piuquencillo nos han compensado completamente. En secreto le agradezco al creador que todos hayamos regresados sanos y salvos porque en un terreno tan inestable es una gran suerte.

El destino tenía buenas intenciones con nosotros y dejó al amigo A., a pesar de una peligrosa caída de la mula, regresar ileso a casa. Cada uno que lo vio en el suelo debajo de la mula furiosa pensó que había recibido un par de patadas con las cuales tenía suficiente para dejarlo inválido para siempre. La mula se había espantado con el traqueteo del trípode y el amigo A. se preocupó más de salvar su valioso equipo y las placas, que gracias a Dios quedaron enteras, por lo que tuvo que pagar este sacrificio con una caída.

En todo caso se trató de una nueva contribución al inagotable tema de la cordillera: las mulas.

Traducción: Álvaro Vivanco

Artículo publicado originalmente en la Revista Andina 1929 Heft 6