Primeras Expediciones al valle del Barroso
F. Fickenscher – Santiago
Con 7 fotos y una carta
Excursión de reconocimiento:
Cuando nosotros, hace años, al regreso desde la laguna del Diamante hacia el Paso de Alvarado, vimos a través de las nubes hacia el Sur unos enormes glaciares que caían desde un cordón de cerros de unos 5000 metros de altitud. Debido al mal tiempo no nos pudimos hacer una idea exacta de la posición de estos cerros, pero nos dejaron una gran impresión de forma que nos decidimos a explorar estos glaciares que todavía no se encontraban señalados en ninguna carta.
Por años tuve este proyecto en la cabeza, pero cuando se fijó la expedición de verano a la cordillera no hubo nadie que quisiera correr el riesgo de fracasar y de esa forma partimos, como siempre, a alguna zona conocida hasta que en el año 1925 el señor W. Eitel se declaró dispuesto a acompañarme en este viaje.
Sólo debía ser una excursión de reconocimiento para confirmar el acceso exacto a los glaciares; el viaje definitivo lo queríamos hacer el año siguiente.
Con un tiempo magnífico partimos a caballo desde San Gabriel. Al tercer día llegamos a la confluencia de los ríos Maipo y Alvarado donde decidimos montar nuestro campamento base. Desde ahí cabalgamos hacia el valle de Alvarado, dejamos los animales en un lugar seguro y por la huella subimos a pie hasta una altitud de 3650 metros desde donde confirmamos que los cerros señalados en la carta al fondo del valle del Barroso con 5150-5150-5150-4990 m correspondían a aquellos desde los cuales los grandes glaciares caen hacia el valle. Por las cumbres principales corre la frontera chileno-argentina.
Un día le dedicamos a visitar al señor ingeniero Juan Hacker, el cual dirige trabajos para la puesta en explotación de la mina de cobre Escalones y que, de buena gana, nos acompaña a los depósitos a 3750 metros.
A continuación, hicimos una excursión hasta el glaciar del valle Alvarado y luego un intento de ingresar al valle Cruz de Piedra. Profundas canaletas en una avalancha de barro endurecido nos obligaron a volver antes de llegar a los pies del cerro Cruz de Piedra que los guías señalan como uno de los cerros más interesantes debido a sus grandes paredes y despeñaderos.
Cada tarde, desde nuestra llegada, se iniciaban fuertes tormentas con granizo y nieve que nos obligaban a regresar temprano al campamento. Al cuarto día el cielo estaba desde temprano oscuro por las nubes, por lo que perdimos la esperanza de una mejora y debimos iniciar el retorno. Apenas habíamos desarmado las carpas y cargado las mulas cuando llegó el siguiente regalo: lluvia, granizo y algo de nieve. Los animales estaban con las patas abiertas y no había cómo moverlos de ahí por el miedo que tenían de caer en las profundidades del bullicioso río Maipo. Avalanchas sacudían los cerros, bloques de piedra saltaban dando grandes arcos hacia el valle, “santísima virgen” repitió unas cien veces el guía.
En el río Blanco comenzó a llover a cántaros, un frío de perros calaba los huesos, los ponchos y toda la ropa se mojaban cada vez más, el agua se filtraba por el cuerpo hacia abajo y fluía por las botas. Cuando las cargas de las mulas se movían de su lugar, le ayudábamos a los arrieros a afirmarlas correctamente. La cincha de una mula tenía un corte del ancho de un dedo y debió ser reparada. Una sacudida más y la carga, que consistía en dos cajas, habría desaparecido en el río.
Pero hoy también tenía que llegar la noche. Así que cabalgamos desde las 8:00 de la mañana hasta las 8:00 de la noche, sin comer ni beber algo, siempre conduciendo a los animales para salir del valle del infierno. Las mulas intentaban tirarse al suelo. Siguiendo mi consejo nos separamos de tal forma que cada uno tiraba de una mula con lo que logramos avanzar mucho más rápido. Cuando todo falle, todavía puedo convertirme en arriero.
De esta forma llegamos al oscurecer a un rancho junto al río Claro, cuyos habitantes, amigos del guía, nos recibieron de la mejor forma. Empapados nos sentamos a la mesa a disfrutar de la cena. Luego nos metimos en los sacos de dormir, mientras la ropa colgaba sobre el fuego. ¡Mi hermoso pantalón nuevo de tela nacional! Al día siguiente apenas me llegaba hasta las pantorrillas.
Esa fue la excursión de reconocimiento que nos debía dar ánimo para una expedición a los glaciares del Barroso. Pero si es que este año el regreso fue de mala forma, al año siguiente fue aún peor.
Primera Expedición al Glaciar del Barroso
Nuestro guía, Víctor Segundo Bustamante, durante el año había hecho averiguaciones sobre el valle del Barroso: la entrada directa desde el río Maipo está desde hace mucho tiempo destruida por avalanchas, sin embargo, existe una pasada entre los valles del Barroso y del Blanco que los mineros de una mina de cobre habían utilizado, pero que también desde hace años no se ha vuelto a ocupar. En la vega del río Blanco se ha instalado un viejo pastor de cabras que conoce el camino.
Debido a estos datos no dudamos en alcanzar nuestro objetivo y en febrero de 1926 partimos de San Gabriel con Bustamante como guía, un arriero y 10 mulas -debido a las difíciles subidas desistimos de llevar caballos- y el primer día llegamos al río Claro, donde pasamos la primera noche bajo un cielo claro.
A la mañana siguiente se unió a nosotros un pequeño y gordo chileno que quería ir a Argentina. Para todo el viaje él sólo tenía un poncho y en las alforjas un poco de harina tostada y charqui. Se nos pegó como una lapa, tenía buen apetito, ayudaba a la gente a cargar y a descargar, lavaba la loza, en pocas palabras, buscaba la forma de ganarse la comida. Lamentó que nos quedáramos en río Blanco puesto que él debía continuar su viaje sin nuestros platos egipcios de comida.
En la vega del río Blanco encontramos al viejo pastor que de inmediato se ofreció a mostrarnos la ruta de subida. Como la ruta no ha sido utilizada por años y se eleva por más de mil metros en las alturas, dejamos la carga principal junto al anciano para ver si es que era posible pasar por el cerro.
Por más de dos horas subimos dando pequeños giros, hacia el mediodía alcanzamos el paso y comenzamos a descender de inmediato hacia el otro lado en donde, a las 3:00, encontramos una buena casa de piedra, tal como nos había descrito el pastor.
Si es que el ascenso había sido con esfuerzo, el descenso fue, en parte, tan empinado que preferimos ir a pie para no correr el riesgo de caer cabeza adelante con las mulas. Desde el paso hay que seguir por un tramo casi plano hacia el interior del valle y luego comenzar a descender, ya que, bajo el paso mismo, paredes de roca lo hacen imposible.
A la mañana siguiente hicimos un avance hacia el valle, mientras enviábamos al mozo de vuelta a río Blanco para que buscara el resto del equipo. En la parte posterior del valle, en la confluencia de dos pequeños esteros con el Barroso, me llamó la atención una mancha de carbonato de calcio que hacía suponer una formación como la que uno encuentra en los Baños Azules del valle del Colorado. Mi suposición no fue equivocada. Tras tres horas de cabalgata llegamos al punto en que los depósitos de calcita se revelan como el más maravilloso lugar de campamento de toda la cordillera.
Las formaciones calcáreas terminan en un circo completamente protegido del viento en los llamados “Baños Azules”. Tinas naturales de todos los tamaños, cuyas orillas, por la evaporación del agua con contenido calcáreo, se han formado tras cientos de años. Hay pozones desde un cuarto hasta treinta metros cuadrados de superficie y de hasta un metro de profundidad. Vistos a la distancia, el agua tiene un hermoso color azul. La imagen adjunta habla más que cualquier descripción. Detrás de los baños hay un exuberante pasto, a la derecha matorrales de cuerno de vaca, cuyas raíces son la mejor leña en la cordillera y delante de ellos una pequeña planicie arenosa para poner la carpa.
Cabalgamos de inmediato de vuelta para esperar junto a la casa de piedra al mozo con el resto del equipo. Tras encontrarnos con él, partimos a los Baños Azules, los que alcanzamos al anochecer tras un difícil cruce de una gran morrena. Acá levantamos el campamento definitivo. En la noche no corría ni siquiera una brisa y, a pesar de la altitud, dormimos con la carpa abierta.
Desde acá exploramos en forma sistemática la zona. El primer día cabalgamos hacia más al interior del valle del Barroso. Grandes desprendimientos de rocas nos bloqueaban el camino, sin embargo, hábilmente guiados por Bustamante, superamos estos obstáculos. Luego cruzamos el creciente Barroso, una sopa amarilla, como dice su nombre. Poco a poco apareció el gran glaciar del Barroso tras una curva del valle, el cual nunca había sido observado por hombres desde esta posición. Gigantescas son las masas de hielo que caen desde los 5000 m de altitud hacia el valle, arriba separadas en dos por rocas y luego como una corriente que fluye que en su parte inferior está cubierta por piedras amarillas y tierra. Desde un túnel en el hielo fluye salvaje el Barroso. La vista es fabulosa. Caminamos unas dos horas hacia el glaciar en las alturas para buscar un buen punto para fotografiarlo.
Glaciar del Barroso
Sin embargo, el placer que da observar la belleza de este glaciar se ve influenciada por un oscuro sentimiento: el peligro del Barroso durante el regreso. Con la fuerte radiación solar sobre el glaciar de la ladera Norte comienza temprano el derretimiento de la nieve y el caudal del Barroso crece cada hora y se precipita en forma salvaje hacia el valle. A las 2:30 regresamos con el guía, quien apenas nos da tiempo para comer algo, puesto que el regreso tampoco le parece muy seguro a él. Un duro trabajo tuvieron las mulas luchando contra la corriente, pero alcanzamos sin percances la otra orilla. Hasta las rodillas nos llegó el agua helada. El menor tropiezo de los animales en el río turbio y amarillento les habría ahorrado a nuestros herederos los gastos de un entierro. La exploración fue fascinante, pero no le recomendaría a nadie repetir este experimento. Por esta razón, en la segunda expedición al Barroso busqué otra alternativa de acercamiento al glaciar.
En el segundo día visitamos el valle de al medio, bautizado por nosotros “El Circo”. Primero se parte desde el campamento por una fuerte subida, junto a los grandes Baños Azules, los que necesitaron miles de años para su formación, pero que ahora están secos y, en parte, destruidos. Huecos resuenan los pasos de los animales al cruzar las masas de calcita. Pronto se alcanza una morrena y delante nuestro se encuentra un valle de altura que tiene un acceso relativamente pequeño, se extiende de forma redondeada y al final se cierra con un glaciar. Una imagen encantadora: adelante una hermosa vega verde con ojos de agua, muchas plantas de la cordillera floreciendo, aves graznando, canaletas con agua cristalina. En la mitad depósitos de calcita blancos como la nieve en forma de baños azules planos que vistos a la distancia parecen una superficie de hielo. Al fondo el glaciar con dos puertas en el hielo desde las cuales proviene el estero del Circo, por arriba de todo esto los Picos del Barroso con sus 5200 metros.
Ya era demasiado tarde, sino habríamos intentado ascender al final del valle para poder admirar otra vez el glaciar del Barroso. Este proyecto lo dejamos para la siguiente expedición. Al tercer día cabalgamos algunos pasos de regreso desde el campamento para ingresar al valle lateral, bautizado como valle Catedral. Por una gruesa morrena se asciende lentamente y con frecuencia debimos hacerles una huella a las mulas para poder seguir avanzando. Tras dos horas de cabalgata, el valle se abre a la izquierda y a la derecha. Al frente nuestro, en las alturas, se retuerce un glaciar como una serpiente detrás de un cerro y luego cae en forma vertical. Azul brilla el hielo al sol. El valle de la izquierda se cierra con un cerro maravilloso. La famosa catedral de Milán, construida por la naturaleza y de enormes proporciones. Las paredes se elevan varios cientos de metros en forma vertical hacia las alturas, interrumpidas por profundas chimeneas, de forma que dan la impresión como si fueran columnas, una junto a otra para formar el edificio. A la derecha arriba, la torre de la iglesia. La vista es mágica. Como ya estábamos bautizando, le dimos un nombre a este cerro: Catedral del Barroso. Muchos nuevos nombres están señalados en la carta de la cordillera publicada por el señor W. Klatt y por mí.
Al final de la morrena cabalgamos por una loma cubierta por pasto hacia arriba, dejamos los animales y comenzamos a caminar hacia el glaciar sin alcanzarlo completamente. Luego nos dirigimos por arriba hacia el valle del Catedral para tomar la siguiente fotografía. Hacia el atardecer llegamos al campamento altamente satisfechos.
El objetivo principal de la expedición, la exploración del valle del Barroso se había alcanzado. Sólo faltaba rodear la cascada de seracs para así llegar a la parte del glaciar formada por penitentes y así alcanzar el final del valle del Circo. Como el tiempo era escaso, dejamos estos objetivos para una siguiente expedición.
Noche tras noche vivimos el espectáculo de ver fuertes descargas eléctricas en el cielo que, principalmente, provienen del volcán San José y del volcán Maipo. Fantasmalmente aparecen las siluetas de los gigantes gracias a los silenciosos rayos. El aire está tan cargado de electricidad que todas las cosas de lana crepitan al tocarlas.
En primer lugar, cruzamos nuevamente con gran esfuerzo la morrena y pasamos por las hermosas vegas con sus ojos de agua, que se encuentran bordeadas por millones de flores amarillas, llamadas placas. Lentamente se asciende por el zigzag. Cada par de minutos se detienen los animales para recuperar el aliento; una pausa es utilizada para poner en su lugar un par de cajas que se han resbalado hacia atrás. Bajo una fuerte tormenta cruzamos la brecha y con una granizada alcanzamos a las 4:00 el refugio del pastor en el río Blanco. Siete horas fueron necesarias para el regreso.
Acá, en el río Blanco, se encontraba un contrabandista de San Rafael que había traído cuatro rollos de plumas de avestruz de Argentina, pero que no se atrevía a ir solo a San Gabriel. No tuvimos ninguna objeción a que se uniera a nosotros. Para pasar desapercibido, envió a su mozo con los animales de regreso a San Rafael y nuestra gente se hizo cargo del transporte de las plumas hacia Chile. Él decía que se trataba de lana de oveja que le traía de regalo a sus parientes, pero el hijo de mi padre captó rápidamente de qué se trataba. El hermano ayudó a darle el tiro de gracia a nuestras provisiones y para el día siguiente no quedó casi nada. Yo calculo siempre con bastante exactitud el consumo, pero no conté con dos comensales más. Mientras el gordo se había ganado la comida ayudando, tomó venganza don Rafael, como lo llamábamos, al adquirir la mitad de un chivo del pastor.
El último día en la alta cordillera debía llevarnos hasta San Gabriel. Nos levantamos a las 5:30 para armar el equipo, puesto que queríamos realizar en un solo día el trayecto para el que habríamos necesitado un día y medio.
El peso de los rollos de pluma de avestruz impidió conseguir la velocidad deseada y en lugar de almorzar a mediodía con amigos del guía en el río Claro, hicimos una pausa en el Extravío, el lugar más hermoso del valle superior del Maipo. La ruta sigue por un puente hacia el lado derecho del río y continúa por entre las rocas hacia un pequeño bosque de lunes y arrayanes. Divertidos manantiales brotan a la orilla del camino. Al final de la cañada, que tiene alrededor de 1 kilómetro de largo, otro puente lleva al camino nuevamente al lado izquierdo del río. En la mitad del bosque se encuentra una roca basáltica, colgando sobre el río y como acá hay sombra, leña y agua, el lugar se utiliza para hacer una pausa a mediodía.
El solo brillaba a través de un cielo descubierto, hambre y sed hicieron su aparición, de forma que triunfó la tentación de almorzar acá, en la cañada del Extravío, que nos parecía un oasis. Una lata de sardinas en aceite, un chivo asado al palo y un tarro de duraznos era el resto de las provisiones. La caja de pan estaba vacía, las botellas de vino sólo mostraban en sus etiquetas lo que alguna vez hubo en su interior. Quien haya comido alguna vez carne de chivo en la cordillera y haya tomado agua a continuación, sabe lo mal que le cae al estómago.
Después de la comida, el señor Eitel quería tomar una última fotografía, entonces nos dimos cuenta de que aparecían nubes en el cielo. El guía nos apuró a partir. Mientras nos preparábamos comenzaron a caer algunas gotas. ¡Oh!, dijo Bustamante, son sólo unas gotas. Pero comenzaron a aumentar y caían del tamaño de monedas sobre las piedras. Quería ponerme mi poncho, pero la caja ya se había cargado. ¡Oh!, dijo Bustamante, no lo va a necesitar, va a pasar de inmediato. Afortunadamente insistí; con quejas se descargó la mula y se sacó el poncho de la caja.
Luego proseguimos. Lo que vivimos es una burla de cualquier descripción. Una terrible explosión de rabia de la naturaleza, un ensayo del fin del mundo. La cordillera quería tomar revancha a último momento por la profanación de una zona todavía virgen. Primero se levantó un rumor en el aire que no nos podíamos explicar. Incluso en aguaceros vividos en México no oí algo parecido. No era una lluvia, sino que masas de agua que caían desde el cielo. Primero calientes y que de a poco se iban enfriando hasta volverse heladas. De un claro día de verano pasamos en cinco minutos al crepúsculo. Los hombros dolían con el agua que caía. Esa fue la obertura, hasta ahora un juego de niños. Luego cayó el primer rayo iluminando toda la zona. Más horribles parecían las grandes paredes de roca del Extravío. Estalla un rayo tras otro, uno haciendo un zigzag, el otro se abre en una docena de ramas para volver a unirse. El trueno retumba y golpea multiplicándose con el eco contra las paredes. Pero esto tampoco fue suficiente. Ahora comienza el gigantesco fuego de artillería de las avalanchas que caen desde todos lados. La pared de basalto protege a nuestra caravana, 5 hombres y 12 mulas corren el peligro de ser aplastados en el Maipo. Es una locura. Las mulas bailan en círculos y casi no se las puede sostener. Algunos rayos caen tan cerca que nos contraen los músculos. El Maipo crece minuto a minuto y amenaza con tragarnos, aunque uno ya no lo escucha, el retumbar de las avalanchas y de los interminables truenos no dejan escucharlo. Todo se puso de acuerdo para la destrucción. Bloques de roca del tamaño de una habitación caen dando tumbos al valle, el Maipo se los traga salpicando agua. A la derecha y a la izquierda de la pared de basalto caen avalanchas de piedra y barro cortándonos el camino por delante y por detrás. Al frente pareciera que el cerro completo se va a derrumbar. Lo que uno alcanza a ver, con la iluminación de los rayos, se mueve. Parece que llegó nuestra última hora, sin embargo, ninguno de nosotros, veteranos de la cordillera, hace una mueca.
Así pasa una hora, pero que a nosotros nos parece una eternidad. Entonces mejor un poco. Bustamante nos hace señas para seguirlo, sin embargo, él se queda de inmediato pegado en el barro de la avalancha y apenas logra sacar de ahí su mula. Estamos como una rata en su trampa, sin poder movernos ni hacia adelante ni hacia atrás. Estamos pegados a la pared que, hasta ahora, nos ha salvado. Esperamos y tomamos té. Si sólo tuviéramos más té porque el frío y la humedad se les metió a mis compañeros hasta los huesos. Solo mi poncho resiste, mis compañeros están empapados.
Comienza a aclarar, aparece de nuevo el cielo azul. Las avalanchas se detienen y nosotros galopamos sobre ellas para no hundirnos. Toda la caravana alcanza el puente sin contratiempos. Ahí recibimos un último saludo de despedida, una avalancha tan grande pasa junto al puente hacia el río que el Maipo se transforma en un embalse.
Al otro lado del puente no hay rastros del camino, está cubierto por las avalanchas. Intentamos avanzar por el lecho del río, pero nos quedamos detenidos delante de una quebrada, desde la cual ha caído una gran masa de barro y piedras hacia el valle. No queda otra opción más que subir por el lado de la quebrada para buscar un cruce más arriba. Una mula, que se va muy a la derecha, se hunde hasta la panza y es laceada por Bustamante justo en el instante en que iba a ser presa del Maipo. Otra mula se hunde más arriba y es sacada con gran esfuerzo del barro. Se sube con mucho esfuerzo, pero cada intento por cruzar la quebrada falla. Las mulas deben ser golpeadas y tiradas, no quieren seguir. Finalmente encontramos un lugar adecuado que con un chuzo se arregla para pasar. Luego Bustamante se tira con la madrina en la sopa amarilla llena de piedras y aterriza afortunadamente al otro lado para arreglar ahí la salida.
Ahora las mulas siguen a su madrina ciegamente y también llegan bien al otro lado. Sólo dos no tienen coraje, pareciera que no confían en sus fuerzas. Las conducimos en la corriente de barro de la quebrada. Alcanzan aproximadamente la mitad cuando se les van las fuerzas y se resbalan. Ningún grito, gesticulación o tirar piedras ayuda. Con seguridad van camino a su perdición. Al diablo deberían irse, me digo a mí mismo, pues ambas estaban cargadas con plumas de avestruz y el contrabandista fue culpable de todo. Sólo faltaron un par de metros hasta un punto más alto y ahora estábamos seguros de que les había llegado su última hora. Pero el alma de una mula también tiene instinto de conservación y con desesperados esfuerzos lograron salvar sus vidas; pasaron al otro lado. Otra vez nos topamos con una caída de una avalancha, cuya entrada y salida fue arreglada con el chuzo. Nos hemos salvado.
En el río Claro nos encontramos con dos arrieros, uno de ellos perdió el caballo en una avalancha y él mismo se salvó revolcándose en la orilla de la avalancha.
Ya estábamos hartos y temíamos una repetición del mal tiempo así que preferimos cabalgar directamente hasta San Gabriel corriendo el riesgo de que las mulas colapsen. Muertos de cansancio llegamos a las 11:30 de la noche con los animales al final de sus fuerzas. Bustamante buscó algo para cenar, pero no había ni un pedazo de pan. Finalmente llegó con un canasto lleno de duraznos, grandes y pequeños, maduros y verdes. Tras una media hora sólo quedaban el canasto y los cuescos. Como si hubiéramos perdido la consciencia dormimos con el día ya claro. El mozo se había acostado sobre la paja. En la mañana su ropa estaba tan mojada como al atardecer. Esta fue nuestra primera expedición al Barroso.
El mismo día comenzó una tormenta en la parte superior del valle del Aconcagua que destruyó por seis kilómetros la línea del ferrocarril Trasandino a la altura de Juncal e interrumpió por tres semanas el tránsito.
Segunda Expedición al Barroso:
El 14 de febrero de 1929 partimos en un segundo viaje de exploración el señor Eugen Heller, director del DAV, el señor Walter Klatt, el señor Teniente Coronel Dommenger y el autor de estas líneas.
En la tarde anterior al día de la partida se me cruzó un gato negro por el camino: mala suerte. Tras las experiencias de las dos primeras expediciones, nadie podría tomar a mal el haber visto esto como una mala señal.
Cuando llegamos a San Gabriel, no estaban ahí los arrieros con sus animales. José María Castillo se había dejado llevar por unos franceses algunas mulas que estaban destinadas para nosotros y estaba preguntando rancho tras rancho para reemplazar los animales faltantes. A las 12:00 del mediodía habíamos llegado y recién a las 7:00 de la tarde estábamos listos para partir. Luego recibimos por telégrafo la confirmación de que podíamos tener un gran cordero, sin embargo, éste tampoco estaba disponible, así que dejamos que se carnearan dos pequeños chivos.
La tarde nos llevó sólo hasta el fundo Romeral, entre San Gabriel y Queltehues, donde pasamos la noche bajo unos grandes maitenes.
Al día siguiente partimos al amanecer, una caravana de 14 animales con 650 kg de carga para intentar recuperar el tiempo perdido.
Desde la última expedición se había construido una maravillosa carretera para la construcción de un embalse de la compañía eléctrica que pudimos utilizar por 10 kilómetros para luego volver a la vieja huella de mulas que, por el Paso del Maipo, lleva a Argentina. Poco antes de dejar la carretera pasamos por el lugar donde, en el invierno de 1926, una gran avalancha sepultó a 30 trabajadores que se encontraban, durante la tormenta, de regreso hacia Queltehues. En una placa de bronce sólo están inscritos los nombres de aquellos que aparecieron en primavera tras el derretimiento de la nieve. Los otros fueron arrastrados al Maipo y aplastados.
A las 10:00 pasamos por el embalse, que se encuentra al otro lado del río, recibimos en el monasterio de un inquilino otra mula y alcanzamos a mediodía el río Claro. La tarde nos lleva por el Extravío -buenos recuerdos- y a las 7:00 estamos felices en Los Chacayes, un pequeño lugar de campamento con una casa de piedra, agua, pasto y leña.
El domingo debería llevarnos hasta los Baños Azules para no perder otro día. A las 8:00 de la mañana dejamos el campamento y tras dos horas de cabalgata, alcanzamos la gran vega del río Blanco. Dos carabineros están ahí para revisar nuestras cosas y papeles. Tras mostrar nuestras recomendaciones renuncian a la revisión y nos desean un buen viaje. El puesto de Carabineros es una novedad para poner freno al contrabando.
Tras cruzar la vega verde oscuro con su ganado, nos encontramos delante del ascenso hacia el portezuelo del Barroso. Dos toros nos dan un espectáculo, celosos pelean por una vaquilla hasta que uno de ellos cubierto de sangre y adolorido se retira.
Mis amigos miran dubitativos hacia las alturas y están ahí, como nosotros hace dos años: el cruce es tan alto y tan empinado que la travesía parece imposible; entre la vega y el portezuelo hay 1200 metros y, a pesar de eso, estamos arriba en tres horas. Cada par de minutos los animales se detienen para recuperar el aliento. A una mula débil se le aligera la carga puesto que ya da muestras de estar pronta a colapsar. En las alturas ya reina una tormenta y como no tenemos tiempo que perder, si es que queremos alcanzar nuestro objetivo, continuamos con los estómagos gruñendo y bajo las protestas de mis compañeros, que con gusto habría hecho una pausa. En la cordillera hay que tener en cuenta que de vez en cuando hay que renunciar al almuerzo habitual.
El descenso a la mina lo hicimos a pie, pasamos junto a las magníficas vegas con flores de placas, cruzamos la gran morrena del valle del Catedral y a las 7:00 de la tarde llegamos a los Baños Azules, donde agotados nos apeamos de los caballos.
El lunes como buenos artesanos no hicimos nada. En realidad, después de las experiencias de la primera expedición, quería montar un campamento auxiliar en el Circo para ascender el martes a los Picos del Barroso, desde los cuales uno podría tener una hermosa vista hacia Argentina hasta la pampa, pero el frío de la noche -en los protegidos Baños Azules tuvimos -4°- y el viento, que soplaba en las alturas, nos decidieron a abandonar ese plan.
De esta forma cabalgamos temprano el martes hacia el valle del Circo hasta el glaciar. A las 10:00 dejamos al mozo con los caballos, atravesamos hacia la izquierda el glaciar cubierto por escombros para alcanzar una quebrada que lleva hacia el punto más bajo del cordón de cerros entre los valles del Circo y del Barroso. Mi amigo Klatt llamó a este cordón “Cerros de Federico” como recuerdo a mi liderazgo en una zona a la que ningún turista había ingresado hasta ahora.
La parte inferior de la quebrada fue fácil de recorrer, pero más arriba llegamos a una zona empinada con barro endurecido en la cual los crampones apenas ofrecían algo de sustento. A veces había que superar roca desnuda, luego volvía un mejor terreno y tras cinco horas de ascenso, alcanzamos el punto deseado a 3850 metros de altitud.
Una vista magnífica ofrecen los glaciares del Barroso que caen en dos brazos desde una altura de 5200 metros para desaparecer, más abajo, en una curva del valle. También era poderosa la vista que se nos ofreció durante la primera expedición desde un punto que estaba 1200 metros más abajo.
Acá arriba teníamos una magnífica vista en todas las direcciones. A la derecha se levanta un fabuloso campo de penitentes en terrazas- Luego viene un cordón de cerros: los Picos del Barroso (5150 m), los Picos del Río Bayo (4875 m), Cruz de Piedra (3910 m), Nevado de Argüelles (4850 m). Por cientos de metros cae la pared vertical del cerro Castillo (5485 m). Como un sombrero negro con bandas blancas sobresale el volcán Maipo (5290 m) por arriba de la cadena de yeso amarillo que se encuentra entre los valles del Barroso y del Cruz de Piedra. Grandioso se eleva hacia el cielo el San José (5830 m), rodeado por una corona de nubes. Un tiempo espléndido nos acompaña, sólo algunas nubes pasan por el San José como Zeppelines.
Ya es tarde cuando nos sentamos en una hondonada protegida del viento para comer nuestras pobres provisiones, puesto que las fotografías nos han tomado mucho tiempo.
Una fotografía más de los penitentes y comenzamos a bajar con grandes pasos por una ladera de acarreo, cruzamos el glaciar para alcanzar las mulas y al oscurecer alcanzamos altamente satisfechos el campamento.
El miércoles hicimos otra pequeña excursión al valle del Circo para tomar fotografías de la ruta de ascenso del día anterior y de la boca del glaciar. En la tarde aparecieron gruesas nubes, el tiempo parecía cambiar.
El jueves nos encontró levantados ya temprano, queremos ir al valle del Catedral para llegar al glaciar que se encuentra a la derecha y que en la primera expedición no pudimos alcanzar. Con los caballos llegamos a 2950 metros, donde los caballos encuentran pasto en una depresión del valle protegida del viento. En este punto vimos numerosas huellas de guanaco. Desde acá hay que ascender por una empinada arista, el terreno es tan duro y liso que nos ponemos nuevamente los crampones puesto que los zapatos con clavos ya no dan sujeción. Subimos con esfuerzo, a veces derecho, a veces en zigzag, un fuerte viento zumba en nuestros oídos. A unos 3800 m estamos a los pies de la gran cascada de seracs del glaciar de unos 80 a 100 metros de altura de puro hielo azul.
El objetivo, sin embargo, es la exploración del glaciar mismo, del cual vemos el final, es decir, la cascada de seracs. Tiempo y fuerzas no nos faltaban para subir por la derecha, pero de pronto aparecieron gruesas nubes que impulsadas por un fuerte viento cubrieron las cumbres de los cerros. Otro avance es inútil, puesto que la parte superior de la cascada de seracs ya no se ve. A mis compañeros les entra el gélido viento por la ropa, por lo que les digo: no hay nada como mi chaqueta de cuero. El regreso lo realizamos por el lecho seco del estero puesto que, debido al frío, se detuvo el derretimiento de nieve. Un poco abatidos volvimos al campamento, puesto que los hermosos días sin nube parecen haberse terminado. ¡Ya era la segunda tarde nublada y con tormenta!
Un regreso a tiempo nunca debe ser lo peor de todo. A pesar de esto le dimos un día más para ir al glaciar del Catedral, en el cual encontramos hermosas formaciones de hielo y desde donde podíamos admirar la maravillosa forma del cerro Catedral. El más porfiado del grupo afirmaba que nos podíamos acostar por horas a observar esta fantástica iglesia de hielo.
El sábado temprano desarmamos las carpas y, con sentimientos de tristeza en el corazón por la despedida de esta magnífica zona que dejábamos, troté detrás de la caravana.
En una vega entre el río Blanco y el río Barroso, en el valle del Maipo, un poco fuera de la ruta hacia Argentina, armamos nuestro campamento por los próximos tres días para visitar, desde acá, los Baños del Puente de Tierra. La provisión de carne se estaba acabando, pero el señor Dommanger nos trae cada día tórtolas y conejos de su cacería, un cambio bienvenido tras toda la carne de chivo.
Tras dos horas y media de cabalgata alcanzamos la profunda cañada de los baños junto al Maipo, que son alimentados desde diferentes fuentes. El agua de las piscinas naturales que son más utilizadas por los visitantes tiene una temperatura de unos 35°. Otra fuente con forma de asiento tiene 50° y emanaciones de gas.
Al frente, desde los depósitos de calcita fluyen dos gruesos brazos con gran presión que caen haciendo un arco en el Maipo. Otras fuentes, a las que no se puede llegar, emanan con vapor. Debe haber unas 100. Toda la garganta está cubierta a su largo por depósitos de calcita y sal blancos, amarillos y rojos y colmados de un fuerte olor a cloro. Las fuentes tienen un sabor a agua amarga, los baños son curativos contra la gota y reumatismo. En las alturas se encuentran cavernas en la piedra caliza que son utilizadas como hotel por los visitantes, ofrecen buena protección contra el viento y el mal tiempo y en el tiempo de José Andrade, el hermano de mi anterior guía de montaña, fueron ocupadas por su familia.
En la parte baja de los baños se encuentra el primer puente natural de piedra caliza por sobre el Maipo y más abajo, un segundo, más grande que puede ser cruzado con caballos. Toda la zona es bellísima y geológicamente muy interesante.
Al día siguiente repetimos la excursión para eliminar eventuales inicios de gota y traer otra cosecha de fotografías a casa. Lamentablemente este día estuvo muy ventoso y nublado.
El lunes, 20 de febrero, desarmamos el campamento y partimos. En un vigoroso día de cabalgata alcanzamos Monasterio, donde pasamos la última noche en la cordillera.
El día siguiente llevó a la caravana en cuatro horas hasta San Gabriel y tras un abundante almuerzo e incontables botellas de un líquido que no teníamos a mano en la cordillera, nos subimos los cuatro gringos, bronceados por el sol y con nuestras barbas crecidas como bandidos, al tren hacia Santiago.
Traducción: Álvaro Vivanco
Artículo publicado originalmente en la Revista Andina 1930 Heft 1