Una Expedición al valle del Colorado
A. Maass – Santiago
Comentario preliminar de los editores:
Al siguiente reporte acerca de un intento de ascenso al Tupungato y un ascenso del Tupungatito se le han agregado algunos datos que se muestran a continuación (sin pretensiones de su completitud):
Tupungato (6650 metros)
- 28-29 de Marzo de 1897: Intento de ascenso de Stuart Vines, M. Zurbriggen y J. Pollinger.
- 6-8 de Abril de 1897: Segundo y tercer intento de ascenso por los mismos.
- 11-12 de Abril de 1897: Primer ascenso del Tupungato por M. Zurbriggen (primer ascensionista del Aconcagua) y Stuart Vines (segundo ascensionista del Aconcagua)
- 8-11 de Febrero de 1908: Intento de ascenso del Dr. Reichert
- 9-14 de Febrero de 1908: Intento de ascenso del Dr. Helbling. Alcanza los 6.100 metros.
- 21 de Enero de 1912: Segundo ascenso del Tupungato por el Dr. Helbling (tercer ascensionista del Aconcagua) y el Dr. Reichert
- 24-29 de Diciembre de 1924: Intento de ascenso de Joach. Schmidt y otros. Alcanzan los 6.300m
Tupungatito (5.640 m)
( Datos según Helbling, Reichert y Andina).
W.
Por mucho tiempo había dudado cual zona debía ser el objetivo de la expedición de este año. Había demasiados planes atrayentes: laguna Diamante con cacería de guanacos, travesía en bote y ascenso del volcán Maipo; el todavía activo Quizapu cerca de Tala; el Nevado de Piuquenes, un 6.000 todavía virgen; y luego la zona del Tupungato con sus vecinos Tupungatito, Polleras, Rabicano, etc. Cerros que habíamos visto el año pasado desde el Morado, Mesó Alto y Piuquencillo y que, en general, son poco conocidos. Escasas, pero muy valiosas referencias me motivaron finalmente a dirigir mi expedición anual hacia allá, hacia donde según todas las informaciones parecía muy prometedor y realmente mis expectativas fueron más que satisfechas.
A unos 80 km en línea recta al sur del Aconcagua se encuentra uno de los cerros más alto de Chile, el Tupungato de 6550 m de altitud, que tiene forma de volcán o de parte de un volcán con una hermosa cúpula redondeada y largas laderas de acarreo que con suave pendiente se extienden a lo lejos.
Junto a él, sigue hacia el Suroeste el Tupungatito, que con 5640 m de altitud es uno de los volcanes más significativos de Sudamérica y que todavía muestra señales de actividad.
El ascenso de esta montaña era mi principal objetivo. El cercano Tupungato y las aparentes fáciles dificultades a superar e su ascenso me motivaron a agregar su cumbre a mi programa.
Como cierre se planeó una incursión en los poco conocidos valles del Museo y del Azufre, dos valles laterales del Colorado en dirección Este y que dan acceso al Nevado de Piuquenes, al cual todavía le lanzaba miradas de amor, en caso de que el tiempo y las condiciones climáticas lo permitieran. Un desvío al valle de Olivares también se había previsto, otro valle lateral del Colorado que corre en dirección Norte-Sur y de un largo interminable.
El siguiente reporte muestra como resultaron todos estos planes.
De mucha utilidad para la orientación sobre el Tupungatito me resultó un reporte del Sr. Prof. Dr. Brüggen, quien me lo facilitó cordialmente, sobre un ascenso al cráter del Tupungatito por miembros del Club Gimnástico de Santiago realizado en 1907 que se extendió hasta unos 350 m bajo la cumbre.
Tras terminar todos los preparativos que, para una expedición de 9 participantes sin contar al guía y a los mozos, naturalmente no eran menores, partimos el 4 de enero, de acuerdo al programa. Desde la Estación Pirque viajamos en tren hacia El Manzano y desde ahí en camión por el valle del Colorado, pasando junto a la central hidroeléctrica Maitenes hacia la bocatoma, es decir, el punto en que se capta el agua que es llevada por un canal 9km valle abajo, lo que le da desnivel a las turbinas que entregan gran parte de la electricidad para Santiago y Valparaíso. Hasta la bocatoma se llega por la carretera, bien mantenida por la compañía americana, y por un corto tramo de camino de carretas que se transforma en huella de cordillera.
Junto a las casas del cuidador de las compuertas nos espera Don José con los animales, acompañado por Modesto y un ayudante.
Gracias a Dios todo está ahí, 16 cajas y 15 sacos es todo nuestro haber que luego describiré para que los profanos puedan hacerse una pequeña idea de lo que se necesita para una expedición de 16 días. 4 carpas de diferente tamaño, 5 catres de campaña, algunas armas -una habría sido suficiente-, piolet, crampones, cámara fotográfica, disparador a distancia, altímetro, frazadas, cuerda y, no hay que olvidar, comida y bebida para 12 personas por 16 días.
Lentamente se transforma el desorden de cajas, sacos, monturas, hombres y animales en una larga caravana que como una serpiente o cuncuna avanza por el terreno.
9 sombreros, todos tan diferentes como es posible, nos manifiestan externamente acerca de los distintos caracteres que se han encontrado acá, unidos por el amor a los cerros de Chile cuya belleza los va a fascinar por 14 días.
Ahí está, para comenzar con los más jóvenes, “Hopfenstange” Behn un joven de la ciencia, alegre de poder alejarse de ella por unas semanas para dedicar sus variados estudios en “bosque y campo” como científico miembro de la expedición.
Alternativamente adorna su cabeza un antiguo sombrero panamá de color indefinido sin cinta o un gorro boliviano con hermosas orejeras y puntiagudo en su parte superior.
Con sus largas extremidades se bambolea de forma alarmante sobre su mula, especialmente al comienzo; cuando él, como un niño que ha comido demasiada fruta y sufre las consecuencias, se balancea como un cadáver por la región. Dos y tres veces se pondrá al día con lo perdido al comienzo de las comidas y con más fuerzas que nunca, al terminar la expedición, podrá arrojarse a los brazos de los suyos.
Una gorra marinera blanca lleva nuestro orgulloso Nimrod, Fito Luer, quien con su escopeta a la espalda incansablemente busca una presa y también algunos simpáticos patos para los que siempre tiene preparada la olla. Que tales largas cacerías provoquen sed, que sólo un buen vino puede apagar, es algo sabido y debido a eso es que se lleva la mejor parte del bebestible.
Bronceado como un cacique, Sattler va montado sobre su jamelgo con la mitad del cuerpo desnuda. La gorra verde de jockey se le pierde rápidamente. La cabellera todavía pasable debe reemplazar a la gorra. Sólo con mucho frío aparece como de costumbre una gran gorra de lana.
Más cuidadoso con el sol es el amigo Kuhn. Un casco de los trópicos es lo elegido como protección ideal y lo ha probado desde hace rato.
Su mujer no niega, a pesar de nuestro exitoso bautizo como “Lucho”, su género de nacimiento y se bambolea realmente de forma femenina entre etiqueta y conveniencia, es decir, lleva un elegante sombrero Panamá con una coqueta cinta, comme il faut, y un sombrero de niño para la playa sin cinta, blanco como la nieve, liviano como una pluma y lavable.
El “Nestor” del grupo, padre de varios hijos Bethge, usa un antiguo ejemplar del tipo sombrero de calle sin planchar para darle dignidad al final de su cuerpo y como “hombre de mundo que se aferra a sí mismo”, sabe que con eso le da un atractivo externo a su persona, lo que comunica a una distancia respetuosa, lo que fue originado por su amor al ajo y a la cebolla. En la dirección financiera no tiene mucha confianza. Lo veo con frecuencia estudiar la “Ley de Quiebras”, su lectura principal. Sin embargo, mi conciencia está limpia, ya que como banquero provisorio más bien tengo algo que temer de los otros.
El siguiente padre de familia, el amigo Schlütter del club hermano de Valparaíso lleva modestamente su sombrero de tela y sufre valientemente y en silencio las diferentes incomodidades que la cordillera tiene para los novatos, tales como inflamaciones de la piel de la cara, labios malignamente hinchados y purulentos entre otras cosas.
Wolf, el victorioso conquistador del Altar se decidió por una gorra de ski que en su adaptabilidad demostró ser adecuado para el humor voluble del dios de la cordillera.
Este humilde servidor se decidió esta vez por un sombrero de playa liviano y lavable y tenía para una emergencia la gorra de nieve en la mochila.
Don José tenía naturalmente su sombrero de cordillera, de antigüedad indefinida, así como están indefinidos su color y forma, que él lleva elegantemente velado, en realidad, menos pensado en el efecto visual que en proteger su garganta enferma del áspero viento.
Con este estaría terminada la presentación de los participantes y podemos dedicarnos al desarrollo de la expedición.
Justo detrás de la bocatoma cambia el paisaje. El carácter austero retrocede. Hermosas vegas rodean el camino. Un bosquecillo como de un parque se extiende a nuestra izquierda junto a una pradera. A la derecha, bajo árboles umbrosos, una gran estancia, al fondo un par de picos montañosos; me imagino que estoy en Suiza en lugar de Chile. Pequeños arroyos murmullan hacia el valle. Sólo los grandes cactus y el creciente número de peumos y boldos con su aromático olor recuerdan, junto al cálido solo del Sur, a Chile. Alfalfal se llama este idílico rincón.
El sendero asciende abruptamente en zigzag por unos 100m; bien abajo ruge el crecido Colorado que acá, haciendo un largo trabajo, se ha abierto paso entre el macizo del Echaurren por un lado y por el otro los cerros del Quempo, los que encuentran acá su final en magníficas puntas.
Comienza la parte más hermosa del valle. Un sendero bien mantenido, de pronto muy cercano al río, luego por arriba de la ladera, después en forma de túnel por la roca, sigue en subidas y bajadas las diferentes curvas del río, que acá ha conseguido, en un trabajo milenario, avanzar de forma parecida a un cañón de alta montaña. Inclinadas se elevan a la izquierda y a la derecha las paredes del valle, de las cuales caen cascadas como delicadas cintas de plata. Majestuosos árboles cubren como un parque el, cada vez más ancho, fondo del valle, sobre el cual el sendero continúa dando pintorescos giros.
Tras 1¼ hora de cabalgata se abre a la izquierda hacia el Norte otro valle. Es el Olivares que acá se une con el Colorado. El valle se vuelve significativamente más ancho. Una pequeña planicie con arbustos se extiende por entre la buena tierra de pasto para las ovejas que acá son mantenidas por el dueño del valle del Colorado, que constituye un único fundo.
Uno tras otro, son cruzados 2 pequeños riachuelos, el Relbo y la Paloma. El valle se estrecha otra vez. Un cerro con rocas de un extraño colorido se aproxima al cerro. A lo largo de su ladera se encuentra el sendero en burlonas subidas y bajadas. De pronto el camino se hunde. Un pequeño bosque se encuentra delante nuestro, más adelante una caseta de madera que alberga los “Baños Salinillas”, un baño de aguas tibias y curativas que ha sido ocupado desde tiempos inmemoriales.
En la entrada del ya mencionado Alfalfal había antes un “hotel”, del cual hoy apenas se ven los cimientos y que fue construido por el antiguo dueño del fundo para los bañistas que llegaban hasta allá en coche desde Puente Alto y Santiago para luego continuar en mula hacia los baños. Un incendio terminó con el “hotel”.
Rápidamente nos sacamos la ropa y nos metemos en la clara y poco profunda piscina con muros de piedra y en la cual, al sentarse, el agua alcanza hasta el cuello.
El primer día de cabalgata ha terminado. Por un largo rato debemos esperar a Don José que a veces debe descargar las mulas y minuciosamente poner atención que las rocas salientes no sean un obstáculo para su paso.
La noche es cálida a 1500 m de altitud, a los que aproximadamente nos encontramos; nos ahorramos el armar las carpas ya que los árboles ofrecen suficiente protección. Temprano por la mañana debemos partir al día siguiente para así estar antes del atardecer en los Baños Azules.
Hacia las 9:30 se pone en movimiento la tropa. El amigo Behn, como primera víctima de la fruta fresca se encuentra enfermo en el suelo, como joven de la medicina experimenta en su propio cuerpo la amarga verdad: “Doctor, ayúdate tú mismo”. Tras unas buenas gotas de la medicina llamada Pisco fue levantado con ánimo y puesto en su mula. La larga forma se balancea en su debilidad sobre su trono, pero finalmente logra avanzar, aun cuando el corte de una cincha cas provoca un accidente.
Dejamos los últimos árboles. El camino empeora bastante; un tramo está cubierto por acarreo; debemos aplanarlo por la ladera, lo que quita mucho tiempo.
El valle se angosta de nuevo de forma importante. Junto a rocas empinadas sigue la angosta huella. La caída es vertical hacia el Colorado que ruge al fondo.
Cruzamos un susurrante arroyo, el estero de las Vacas. Luego se continúa junto al río que acá se desvía en ángulo recto y con eso cambia la dirección Este-Oeste por la Norte-Sur. El paisaje se va haciendo más áspero, el escenario más monótono. Anchas vegas cubren el terreno del nuevamente ancho valle. Miles de ovejas han sido traídas hasta acá para pastar; los pastores alojan bajo un alero de rocas desde el cual tienen una buena vista sobre el rebaño.
Con algunas dificultades encontramos el paso por una avalancha de acarreo que está, en parte, cubierta con hielo, un desagradable terreno para las personas y las mulas. Tras alguna resistencia, debido a la cual me bajé de mi mula, tiré de mi animal hacia el otro lado. Desconfianza era la característica principal de mi mula, tal como pronto me di cuenta cuando quise galopar por un terreno barroso y ella rápidamente se detuvo, mientras yo hacía un elegante vuelo hacia adelante y caía directo en el barro.
Uno tras otro cruzamos los esteros Chacayal y Aguas Blancas, pasamos por un desértico campo de escombros de bloques de rocas esparcidos al azar para luego ver aparecer un cono similar a un pan de azúcar a cuyos pies se encuentran los Baños Azules. Con justa razón esta cumbre de 2400 m se llama Pan de Azúcar.
Cuando el sol se estaba poniendo armamos nuestro campamento a 2.200 m en un valle lateral del Colorado, el valle del Museo, en un lugar protegido. Por el lado corre el agua calcárea que se filtra desde arriba por las rocas y que debido a la sequedad del aire y a la saturación del agua con cal deposita esta misma en forma de maravillosas tinas en terrazas que se encuentran una tras otra y que le dan el nombre de Baños Azules, con lo que se hace alusión al colorido de las aguas que brillan azul cobalto y luego verde esmeralda. La temperatura del agua era de unos 18°C durante el día.
Al frente del campamento se levanta el Pan de Azúcar. El estero Museo ha hecho un corte profundo en el terreno del valle y, junto con el tiempo y el viento, ha realizado las más extraordinarias transformaciones en las abruptas orillas que le han dado su nombre. De momento echamos una mirada pasajera hacia este valle que al regreso debe ser explorado con más detalle.
A pesar de que está bastante más fresco, para ahorrar tiempo, no armamos ninguna carpa.
Temprano por la mañana cruzamos el cristalino Museo, ascendemos por la otra orilla para luego, nuevamente de forma abrupta, descender hacia el Azufre, el siguiente afluente del Colorado que también ha enterrado profundamente su lecho en el fondo del valle y que envía sus aguas con estrépito hacia éste. Cuesta esfuerzo para las mulas encontrar una huella transitable en la otra orilla que las lleva a la altura del valle del Colorado.
Justo acá, todavía a varios kilómetros de la zona del volcán, se encuentra la primera lava que como un muro caído cierra el paso por el valle y entre cuyas grietas continúa el sendero. La verdadera zona de lava y escoria del actual volcán Tupungatito comienza recién un medio día más de viaje hacia arriba, mientras que entre medio no se encuentra nada volcánico. El suelo muestra grandes bloques que en tiempos antiguos cayeron desde las abruptas laderas.
Una colorida flora embellece el valle que nuevamente se ensancha y que por una quebrada lateral permite la vista de un macizo montañoso empinado y con puntas, similar a una catedral que entre sus torreones tiene nieve. Desde otro de los valles laterales podemos admirar nuevamente la belleza de este cerro. Aún más grandioso y libre se ve el escenario. Aparecen nuevas cumbres. El gran misterio de los nombres comienza. Un extraño cerro delante nuestro nos llama la atención. Su flanco está formado por muchas y grandes placas lisas, como si fuera el baño de azúcar de un gran bizcocho que se inclina en 45° hacia arriba, como muestra la fotografía. Un verdadero bocado para gigantes, como si titanes hubiesen tenido la fuerza para jugar acá su juego.
Nos detenemos junto a un agujero en la roca, que brilla de color verde y, que en forma y en color, se despega de sus alrededores como una protuberancia purulenta sobre la piel. Son los Baños del Tupungato, igualmente una fuente termal. Agradable es la temperatura en este baño natural de 1½ m a 2 ½ m de diámetro, ovalado y de unos 2 ½ m de profundidad. El agua es verde ácido, espumosa y no contiene sal como los Baños de Salinillas.
Es corta la pausa puesto que todavía tenemos un largo trayecto delante nuestro; así que salimos de las aguas tibias al desagradable frío de la brisa del mediodía que nos ayuda a ponernos con rapidez la ropa y a montarnos en nuestros animales.
Una loma negra, que alcanzamos rápidamente, resulta ser el final de la segunda colada de lava. Un panorama completo se erige delante del espectador. Delante nuestro, un pedazo del Gran Bizcocho que prosigue en una cadena de la misma estructura y el mismo aspecto. A mano izquierda del Gran Bizcocho se extiende un largo valle con anchas vegas. A nuestros pies murmura en lo profundo el apenas visible Colorado que baña la capa inferior del Gran Bizcocho. Hacia la mitad de la imagen se encuentra el Tupungato con extensos flancos de acarreo, por esta cara muestra relativamente poca glaciación. A la izquierda, por delante suyo, un cono rocoso aislado y colorido, mientras que a la comienza derecha la roca negra, volcánica del Tupungatito cuyas coladas de lava se extienden hasta bien abajo y despiertan en el espectador la idea de carbón amontonado de forma desordenada que hacia atrás se levanta en forma de cono recorrido por bandas de nieve. Por la izquierda vemos un segundo cono que expulsa nubes de humo. Aparentemente se trata del cráter actualmente activo. La cámara debe retener esta imagen, puesto que continuamos con rapidez tras los otros que ya no están a la vista. Cruzamos un claro estero. En su orilla instalamos al regreso el campamento base para el ascenso del Tupungatito. Una escasa hierba cubre el suelo arenoso. El siguiente río está nuevamente hundido en lo profundo del terreno, las orillas intercaladas con piedras sueltas que en cada paso resuenan al quebrarse. Debemos cabalgar un buen tramo río arriba por el lecho del río hasta que logramos encontrar una subida a la otra orilla, la que recién conseguimos con un ardúo trabajo con el piolet sacando grandes bloques de roca. Toma mucho trabajo hasta conseguir una miserable huella que se borra constantemente con las rocas sueltas y la arena. No es muy tranquilizador para las mulas, que esperan abajo en el lecho del río, el constante estrépito de las rocas que se rompen. De a uno llevamos las mulas hacia arriba, con mucho cuidado de que nadie reciba un piedrazo. El amigo Lüer no puede evitar montar en su caballo que casi llegando arriba comienza a tropezar. Por suerte, se baja de su montura y puede sostener al animal con las riendas, que se resbalaba por el inestable terreno. Yo mismo me salvé dando rápidos saltos desde las cercanías del caballo.
Después de todo, se decidió el más duro de los jinetes a llevar su caballo de las riendas.
Veo negro a continuación como las mulas, que no se pueden traer de a una, deben llegar a salvo. Obviamente la historia termina mal. Una mula no puede hacer la subida lo suficientemente rápido. Comienza una pelea con una compañera que a la intrusa le lanza un golpe que tiene como consecuencia que ésta pierda el equilibrio y caiga de cabeza al río, unos 5 m más abajo.
“Había una vez una mula”, pensé yo, cuando vi al animal inmóvil con sus extremidades colgando de la carga en el agua. Entretanto Modesto ha saltado hacia ella y le da una patada con firmeza. Apenas puedo creer lo que ven mis ojos. La masa inerte recupera la vida. Con una sacudida salta la mula, de pronto liberada de su carga, con sus patas todavía temblorosas y se decide a trotar tras sus compañeras. Su carga liviana le ha salvado casualmente la vida, puesto que actuó como un amortiguador de la caída. Juntamos con rapidez los sacos desde el agua y los llevamos sobre los hombros por la ladera hacia arriba. Como castigo, la mula será cargada nuevamente, aunque con algo menos de peso.
Después de este intermedio, que nos hizo perder tiempo, continuamos con prisa para encontrar un buen lugar para acampar antes del anochecer.
La ruta continúa por el ancho lecho del Colorado que, poco a poco, se va poniendo más plano. Vegas aisladas cubren el suelo donde, para alegría de los cazadores también se ven algunos patos.
El valle mismo se cierra en un cordón de cumbres cubiertas por hielo que según la carta reciben el hermoso nombre de Sierra Bella. Grandes glaciares caen desde allá arriba, según podemos observar en las enormes morrenas que pronto vamos a admirar de más cerca. Las masas de acarreo han cubierto temporalmente el río y el valle. Nosotros mismos debemos buscar la ruta por la orilla de la ladera. Alrededor de una saliente damos la vuelta, luego vemos de nuevo el Colorado libre de la morrena glacial que hora viene directo desde el Este. Dejamos la Sierra Bella a nuestra izquierda y miramos directamente hacia una zona del valle con forma de mesa. Es el portezuelo del Tupungato, por el que una huella lleva a Argentina, es decir, hay que hacer una huella en el acarreo y la nieve. La arista delante nuestro forma la frontera chileno-argentina y, al mismo tiempo, es la divisoria de aguas. A los pies de ella nace el Colorado.
No lejos de un riachuelo, en un lugar adecuado, se arma el campamento. Estamos a 3.450 m de altitud. Hambrientos nos lanzamos sobre la comida, ya que en todo el día no hemos recibido algo caliente.
El día siguiente lo pasamos descansando y preparándonos para ascender el Tupungato. El cerro mismo está oculto detrás de unas lomas a cuyos pies nos encontramos. El tiempo, hasta ahora, ha estado muy favorable; ningún día nublado. A las 11:00, en forma regular, comienza el viento del valle que, junto con la puesta de sol, se termina. En la noche hace frío, -9°. La segunda noche lamentablemente más cálida, -5°. Por la mañana hay una brisa que proviene desde el cerro, todas señales de que el tiempo va a cambiar, lo que realmente ocurre tras unos días. El aire poco denso de la montaña me provoca a mí y a los otros una pequeña presión sobre las sienes que no quiere ceder.
En un grupo de cuatro queremos llegar al Tupungato; los otros cinco nos quieren acompañar tan arriba como puedan. Por un pequeño tramo todavía seguimos el valle del Colorado para luego seguir a la derecha con las mulas por un lecho de río cubierto con penitentes. Desde acá vemos el Tupungato en toda su majestuosidad delante nuestro. Al mismo tiempo reconocemos con claridad a la izquierda la arista de la frontera, que se extiende en una curva ascendente hasta cerca de la cúpula del Tupungatito. Nuestra ruta de ascenso: en zigzag por interminables acarreos cabalgamos hacia arriba. Son rodeados algunos campos de penitentes. Más alto y más alto se levanta detrás nuestro la Sierra Bella con sus glaciares; más atrás finalmente la cumbre con forma de cuerno del Polleras que, en su perfil, un poco recuerda al Roble de la cordillera de la Costa.
Fatigoso resulta el ascenso en mula por el acarreo suelto. La mula de José María muestra evidentes signos de cansancio; él la lleva por un buen rato de las riendas. Con frecuencia debemos apearnos para tallar con el piolet una huella sobre el riachuelo congelado o para abrirnos paso por los penitentes. El trabajo poco habitual a 4.500 m toma su venganza. A la altura del portezuelo a unos 4.600 m abandona primero Don José. Está apunado. No puede seguir. Pausa. Son las 3:00 por lo que no hay más tiempo que perder ya que todavía debemos llegar a los 5.000 m. Tras una corta conversación nos separamos del resto que quieren dirigirse hacia el hito fronterizo, mientras que nosotros con Modesto ponemos rumbo hacia una gran hondonada a unos 400 m más arriba que nos parece un lugar adecuado para el campamento alto.
El terreno empeora. El acarreo suelto junto con la altitud hace jadear a los animales que con frecuencia se niegan a seguir, de forma que yo mismo me veo forzado a apearme y a buscar un camino en el acarreo. Alcanzamos a llegar a la hondonada, recojo mis últimas energías para la elección del campamento y luego la puna se apodera de mí y no me deja más.
Con indiferencia veo como los otros tres arman sus carpas; no veo el juego de colores de la puesta de sol sobre las cumbres heladas. Mi cráneo amenaza con explotar, así de fuerte es el dolor de cabeza. Se supone que la cebolla debiera ayudar. Un pedazo puesto debajo de la nariz produce tales arcadas que rápidamente dejo esta medicina. El sol ya se ha puesto y no hay viento. El buen tiempo parece no habernos abandonado.
Tras diferentes intentos de cocinar, en los cuales el aire ya poco denso no mejora con el olor a alcohol y bencina, nos vamos a acostar. Debido a la falta de apetito no cené. La noche la pasé durmiendo pasablemente, mientras que los otros 3 apenas pudieron cerrar sus ojos. Con la madrugada vuelve rápidamente el dolor de cabeza, algo más débil. El termómetro, a pesar de que no había viento, cayó hasta los -14°.
A las 6:15 partimos todos más o menos apunados. Pierdo tiempo y valiosa energía buscando mi piolet que ayer al descargar la mula dejé olvidado a 50 m del campamento.
Ambas carpas son desarmadas y afirmadas con piedras. Luego nos vamos por la ladera de acarreo saliendo de la hondonada hacia la arista. Afortunadamente no hay viento. Si solo quisiera detenerse el dolor de cabeza. El acarreo suelto es casi desesperante. Finalmente hay por aquí y por allá algo de terreno firme que le da algo de sustento a los pies y permite ayudarse con los brazos. Kuhn y Wolf están lejos adelante y parecen avanzar con fuerza. Sattler, un poco más abajo que yo, parece estar dando una dura pelea.
Dando un suspiro de alivio, finalmente llego a la arista agradablemente bañada por el sol. Ahora se puede seguir un poco mejor. Busco una roca destacada tras otra como objetivo para así forzar al cuerpo apunado por pequeñas etapas. Se avanza lentamente, pero se avanza. A cada final de una hondonada tengo la esperanza de estar en el final del agotador acarreo y poder subir por las rocas del macizo de la cumbre por las cuales veo diferentes rutas posibles. Poco a poco comienzo a acostumbrarme a la altura. El dolor de cabeza cede un poco. Mi confianza aumenta. También cede el cansancio, que en cada pausa me hizo dormir, con lo que se evocaron las más estúpidas pesadillas. El apetito se activa. Miro el reloj: las 11:00. En silencio estimo de esta forma: a las 6:00 quizás podríamos lograrlo. En eso veo pasar a Kuhn y a Wolf desde la derecha, arriba mío, yendo hacia abajo. A mi pregunta escucho que se han rendido. La puna ha triunfado.
Tras 1½ hora de desapasionada reflexión, veo que el ascenso para mí sólo, sin cocinilla y medio apunado, es imposible. Con una mejor condición física y el mismo tiempo propicio, con seguridad lo habríamos logrado.
Apesadumbrado me decido a regresar puesto que no tengo la ridícula ambición de superar la altitud alcanzada por Wolf y Kuhn de 6.000 m. Una vieja corbata, ante la falta de papel, sirve como marca del lugar que con 5.800 m quedó señalado demasiado bajo más que demasiado alto. Unos 100 m más abajo encuentro una herradura de mula en buen estado que debe provenir de una expedición anterior. Probablemente del intento de ascenso descrito en la Revista Andina de 1925 Heft 3 por el señor Joachim Schmidt quien realizó este intento entre el 24 y el 29 de diciembre de 1924 y del cual encontramos algunos rastros a 4.300 m en el acarreo. Don José también abandonó debido a la puna en aquella ocasión. El ascenso, según las informaciones, fue interrumpido a 6.300 m debido al mal tiempo.
En todo caso, tengo en la herradura una prueba de que no llegamos lo suficientemente arriba con las mulas y por eso debido al acarreo junto con la puna, nos debilitamos antes de tiempo.
El Dr. Reichert, el segundo vencedor del Tupungato consiguió, después de varios intentos, llegar con mulas hasta 5.800 m, desde donde logró el ascenso.
Antes de dar la vuelta, sin prisa, tomo algunas fotografías de la ladera Este del Tupungato hacia Argentina.
El panorama no puede ser más grandioso. Hacia el Sureste el ojo deambula por sobre la ladera del Tupungato cubierta por penitentes que se extiende hacia el valle en un largo glaciar que está fuertemente cubierto por escombros y entre el cual asoman lagunitas verdes y azules. Más hacia el Este se levantan otros cordones montañosos; a lo lejos se ve la pampa y el brillo de un río. El valle abajo mío, que desagua hacia el río Tupungato, parece no tener ningún tipo de vivienda humana. Apenas unas vegas verdes; el resto es todo acarreo.
A lo lejos en el Norte se levanta majestuosa la ancha cumbre del Aconcagua por sobre todos sus vecinos. Alrededor suyo, hacia el Norte y hacia el Noroeste innumerables cumbres cubiertas por hielo, un reino desconocido para el vuelo de mis pensamientos.
A las 2:30 nos encontramos todos abatidos en el campamento alto. El sol brilla sin piedad en la hondonada sin sombras. Calor y puna nos pesan. Pasan horas dormitando antes de que nos levantemos, tomemos nuestras cosas y consideremos el plan de llevarnos todo para abajo, lo que debemos olvidar en vista a la gran cantidad de cosas que tenemos. Así que tomamos lo más necesario y descendemos por el acarreo directo hacia la hondonada del valle del Colorado, por la que habíamos ascendido haciendo un zigzag. El resto de las cosas las deberá recoger Don José al día siguiente. Pasamos por las formaciones rocosas que parecen tubos de un órgano que acá vienen como una cadena desde el Tupungatito y también pasamos por el cono de escombros que habíamos divisado al ver por primera vez el Tupungato desde las vegas, aunque desde el otro lado.
A unos 4.000 m se nos terminaron los dolores de cabeza así como otros síntomas de puna.
La mañana siguiente la dedicamos a recuperarnos, realizar nuevos planes y preparativos para dejar el campamento que debía instalarse abajo, en las vegas un poco más arriba de los Baños del Tupungato.
Ocupé otra vez la mañana para ver el magnífico glaciar de la Sierra Bella y cabalgué tan lejos como me fue posible por la morrena lateral hacia arriba, muchas veces llevando a mi animal. Mirando hacia atrás se tenía una hermosa vista de nuestro campamento, la pared del valle, más atrás el Tupungato y a su derecha el Tupungatito expulsando nubes de humo.
Tras nuestro primer fracaso decidí retomar mi plan original de ascender el Tupungatito. Los otros se mostraron escépticos debido a lo extenso de los acarreos, pero dejaron su última decisión dependiente del resultado de una exploración.
La marcha hacia el nuevo campamento se realizó según lo programado, aunque tuvimos que utilizar nuevamente el famoso cruce y esta vez en la tarde por lo que el caudal del río estaba crecido. Tuve palpitaciones y seguro que no era el único. Esta vez tuvimos suerte.
En un lugar protegido, en medio de las más hermosas vistas a la montaña, se levantó el campamento. Acá pasamos días magníficos. El día siguiente me encontró realizando temprano preparativos para la exploración. De a tres (Behn, Sattler y yo) fuimos por un espolón plano hasta los primeros campos de lava que en su parte inferior están formados como terrazas. Más arriba hay un caos de escoria con las formaciones y colores más extraños.
Entre medio hay de nuevo planicies de arena con ceniza volcánica; luego otra vez aparentes trozos de capas volcánicas que parecen carbón. Lamentablemente no soy geólogo, sino habría tenido una gran felicidad con estas diversas formaciones rocosas; es así como uno tiene que buscar la pasada entre medio de este caos de roca. Tras una larga cabalgata y un estudio a fondo del resto de la ruta de ascenso con los binoculares, creí encontrar una posibilidad para llegar con las mulas hasta los pies del cono. El resto no debía ser difícil. Una maravillosa vista hacia los alrededores recompensa el esfuerzo de la cabalgata de reconocimiento. El Tupungato está al alcance de la mano, mostrándonos su cara Suroeste, luego a nuestra izquierda el ya mencionado cono de escombros. Más atrás el valle del Colorado separando a la Sierra Bella que en las enormes capas del Gran Bizcocho toma su inicio. Más allá aparecen varias cumbres heladas, algunas con forma de aguja otras cónicas. El viento de la mañana que se comienza a levantar hace que las cumbres de los cerros se cubran con pequeñas nubes que, de forma burlona, desaparecen pronto o se juntan con otras nubes que son arrastradas por el viento.
El hambre que comienza a aumentar no nos deja pensar durante el regreso al campamento, donde un buen bocado nos espera. Tras un pequeña siesta y descanso para el día siguiente, nos fuimos a bañar la fuente sulfurosa que, al galope, fue rápidamente alcanzada. Con agrado estiramos nuestras extremidades en el agua. Una acogedora charla y forja de nuevos planes dejan pasar las horas. A regañadientes nos salimos, durante la puesta de sol, de las cálidas aguas para alcanzar en una rápida cabalgata el campamento, donde los otros ya están ocupados con los preparativos para el ascenso del próximo día. Se eligen las cuatro mejores mulas. Modesto nos va a acompañar con una mula de carga. Don José se queda en el campamento todavía enfermo. El resto ha planeado una excursión al valle vecino.
Avanzamos mucho más rápido que durante la cabalgata exploratoria. En unas 4 horas de cabalgata alcanzamos el punto observado el día anterior donde queríamos levantar el campamento de altura. Un pequeño campo de penitentes entrega agua. Nos encontramos directamente a los pies del verdadero cono a unos 4.500 m de altitud. Modesto es enviado al valle con la instrucción de recogernos a la mañana siguiente.
Tras una corta pausa al mediodía, ascendemos a la 1:30 el cono. Nuestras condiciones son excelentes; el tiempo también se mantiene bien, así que el ascenso transcurre sin problemas. El acarreo está más firme que en el Tupungato, por aquí y por allá hay rocas firmes que poco antes de la cumbre ofrecen un ascenso como por una escala. En la ladera Sur se extiende abajo mío un largo campo de penitentes que casi parece un glaciar. Mi ruta sigue por una larga banda de nieve que continúa hasta cerca de la cumbre.
A las 4:00 llegamos a la cumbre del cono, detrás del cual se encuentra un cráter apagado cubierto por nieve. En el fondo hay una pequeña laguna. El diámetro del cráter debe tener unos 500 m y su profundidad unos 50 m. En la orilla queremos recuperar el aliento, sin embargo, el olor a azufre que proviene desde el suelo nos molesta.
Por el cráter apagado continúa nuestra ruta hacia la izquierda por un campo de hielo de 1km de ancho hasta que llegamos al cráter activo tras otra media hora. Miramos hacia una profunda caldera que de unos 100 m y que es más bien ovalada que redonda con aproximadamente 1 km de diámetro de promedio y cuya orilla está cubierta por nieve. Por un lado sobresale un glaciar que cae un poco hacia el interior. En el fondo hay una lagunita verde, mientras que desde las paredes se eleva un denso vapor blanco que más arriba se transforma en una nube que es llevada por el viento para acá y para allá. El olor a huevo podrido indica la presencia de dioxido de azufre. Rodeamos este cráter hacia la izquierda para llegar a la orilla Este, la más alta, la que alcanzamos tras dos horas de esforzada marcha. El viento trae los gases de azufre hacia nosotros, los que se depositan en los pulmones que realizan un duro trabajo.
Una pequeña llamarada de gases de azufre que emiten un silbido desde el suelo bajo los pasos del amigo K., con lo que lo asustan, demuestran nuevamente el activo volcanismo de la montaña. Lo mismo le sucedió al amigo Wolf durante el descenso del Tupungato, lo que puede valer como prueba de que en el Tupungato todavía queda actividad volcánica.
La vista desde la cumbre ofrece diferentes sorpresas. Hacia el Este vemos un cerro arenoso gris oscuro en la pampa que está cubierta por nubes. Hacia el Sur la vista se encuentra con una gran superficie de hielo a unos 4.500 m, la que con 40 km² aparece señalada más pequeña de lo que, en realidad, es. Más bien creo haber llegado a Groenlandia en lugar de encontrarme en Chile central. En la orilla de la planicie de hielo aparecen algunas cumbres desconocidas para mí que se levantan como islas en este mar de hielo. Desde el cráter, debajo de nosotros, se elevan gases que se mezclan con las nubes y bajo los rayos de sol ofrecen vistas fantásticas como un caldero de bruja de tamaña gigantesco que está bullendo.
Bajo un pequeño hito de piedra ponemos en un tarro todos nuestros datos del ascenso, así como nuestros nombres, tomamos la última fotografía y apurados comenzamos a descender puesto que ya comienza a atardecer.
Si el ascenso resultó rápido, el descenso parece que no va a ser de la misma forma. El destino así lo ha decidido cuando les susurró a Kuhn y Wolf el fatídico consejo de descender por la orilla del campo de hielo, entre el cráter activo y el cráter apagado que se extiende como una ancha banda del cerro.
Una esforzada pasada por esta banda, que resulta ser un campo de penitentes del peor tipo, se transforma en el castigo por la impertinencia de tomar una nueva ruta para el descenso.
Vuelvo a cruzar el campo de hielo arriba y comienzo de inmediato a descender para ahorrarme la escalada por las rocas bajo el cráter apagado. Tras dar muchas vueltas logro llegar a las 10:00 de la noche al campamento alto donde justo K. y W. habían llegado tras dar todo tipo de rodeos. Es una noche de luna maravillosa. Su magia me deja impasible. Muerto de cansancio por ese subir y bajar por la escoria de lava, me acuesto en la carpa. El amigo W., como salvador de la situación, ha preparado rápidamente la cena que es tragada con hambre y nos entrega conciliadoras palabras acerca de lo que falta por descender.
La mañana siguiente nos encuentra listos para descender cuando llega Modesto con la mula de carga acompañado por la señora Kuhn. Motivada por nuestro reporte sobre el cráter, alcanza, como una verdadera hija de Eva, el cráter junto a su marido que se le une para ascender una vez más hasta la orilla del cráter, mientras Wolf y yo descendemos contentos imaginando los placeres que nos esperan abajo. En el campamento base se encuentra el amigo Sattler quien, gracias a su sentido de la orientación, logró llegar al campamento antes del amanecer. Final feliz, todo bien. Un trago sella la reconciliación. Luego una gran comida en la que creemos tener varias botellas de vino. La tarde va a ser sacrificada nuevamente a un largo baño en la poza caliente. Entretanto nuestro cazador no ha estado inactivo, como lo demuestran las alas de pato en la sopa.
Los otros nos informan de una interesante excursión al valle vecino, donde encontraron una gran cantidad de mariscos y animales marinos fosilizados. Hacia la tarde llegan los dos últimos ascensionistas del Tupungatito.
La mañana siguiente nos encuentra desarmando las carpas. El plan es bajar por el valle hasta los Baños Azules desde donde podemos explorar el valle del Museo. Tengo esperanzas de hacer un interesante avance hacia el Nevado de Piuquenes.
Sin incidentes alcanzamos el estero Museo por cuya orilla cabalgamos valle arriba cruzando un terreno con lomas cubiertas con pasto. La ruta va cambiando desde la orilla del Museo a la orilla del Azufre. Ambos se encuentran separados por una angosta cadena montañosa. Ambos ríos tienen sus lechos en lo profundo. El agua del Museo es cristalina, la del Azufre sucia y roja, su lecho es una sinfonía en amarillo, rojo, violeta y verde. El agua ha creado las más fantásticas formaciones en la orilla. El valle completo del Museo y del Azufre se ensancha poco a poco. Extensas vegas pobladas por ganado en grandes cantidades aparecen delante nuestro. Al fondo se levantan algunas hermosas cumbres. A la izquierda nuestra, en una extensión del valle, vemos una fila de enormes glaciares, luego la cúpula de un aparente volcán apagado. Delante de eso un bastión de roca de colores maravillosos, como un centinela del paraíso de glaciares que se abre delante de nuestros ojos.
Rápidamente tomamos una decisión. El resto del valle del Museo no nos llama la atención. Doblamos hacia la izquierda y así seguimos hacia la parte superior del valle del Azufre que recién acá forma un valle independiente. Innumerables glaciares caen desde las laderas y forman con eso el término de la planicie glacial que habíamos admirado desde el Tupungatito. Con seguridad, esta acumulación de hielos es culpable de las bajas temperaturas durante la noche que, en promedio, son más bajas que más al Sur en el volcán San José y en el Marmolejo.
En la orilla de una hermosa vega se encuentra a unos 3.200 m un bello lugar de campamento. El resto del día hasta la puesta de sol fue utilizado para el reconocimiento. El valle, de pronto, da una vuelta para seguir paralelo al Museo y a las enormes masas glaciares. El Museo está apenas oculto por un cordón de cerros planos.
A la mañana siguiente descubrimos al final del valle del Azufre, a mano derecha un portezuelo a baja altura que forma un paso natural hacia el Museo. El valle del Azufre se cierra por el cordón del Nevado de Piuquenes y sus estribaciones, así como por una gran pared.
Durante esta excursión también tuvimos tiempo de admirar el ya mencionado bastión de roca. Se parece al cono de escombros en las vegas del Tupungato sólo que éste es más largo y angosto y tiene un mayor colorido de rocas. Según mis consideraciones debe ser el núcleo de una montaña de la cual la capa externa más blanda ha sido desgastada por el viento, la lluvia y la nieve y forma la base del bastión.
El final del valle del Azufre lo forma la abrupta pared del Nevado de Piuquenes y la cumbre que se encuentra un poco a su derecha, es decir, al Sur. Claramente se distingue la gorra de nieve que se extiende desde la cumbre con forma de techo del Nevado de Piuquenes. A pesar de lo vertical de la pared, me parece que un ascenso por esta cara, es decir, por el Oeste, al Nevado de Piuquenes es posible y quizás más fácil que por la cara Este, por el lado argentino, donde grandes campos de penitentes dificultan el ascenso si es que no lo hacen imposible, mientras que por acá hay un acceso fácil a la brecha entre el Nevado de Piuquenes y la cumbre algo aislada más al Sur y desde ahí se encuentra una ruta fácil de recorrer entre el borde de la roca y la nieve. Con los binoculares se ve con claridad que la nieve está algo retirada de las rocas y, de esa forma, ofrece un paso natural. El valle del Azufre tiene acá, a unos 3.600-3800 m, vegas que ofrecen suficiente alimento para las mulas. El buen tiempo, hasta ahora nuestro mejor amigo, nos abandona. La mañana clara y soleada se transforma poco a poco en una mañana de cielo cubierto; comienza a soplar el viento y con eso a hacer frío. Los cerros se rodean de las típicas nubes de tormenta. En parte vestidos de forma ligera nos apuramos en volver al campamento para esperar ahí el desarrollo del mal tiempo.
Después del almuerzo, que comimos afuera envueltos en nuestros ponchos, de pronto vienen, como en una borrasca, los caballos semi salvajes que en la mañana tímidamente nos esquivaron al vernos ir hacia el cerro. También estos animales olfatean la tormenta que se aproxima y que, sobre los glaciares, ya comenzó.
Probamos la firmeza de nuestra carpa, guardamos todas las cosas sensibles y nos metemos a la carpa, mientras afuera un viento de tormenta comienza su juego con copos de nieve.
Sin duda tenemos suerte. Las gruesas nubes, que parecen aterradoras, descargan su bendición en otras partes. Recibimos muy poco. En el valle vecino, así como en las vegas del Tupungato no la habríamos sacado tan barata.
Hacia el atardecer comenzó a aclarar. Luego la neblina comenzó a realizar un juego fantástico con nosotros, subiendo y bajando, hasta que finalmente las estrellas brillaron a través del aire claro y frío. La luna salió en forma fantasmal atrás de unas nubes y el frío nos llevó de nuevo al interior de la carpa. El termómetro marcó -9° al día siguiente, el record a esa altitud (3.400 m).
Como nuestro tiempo de vacaciones llegaba a su final, decidimos regresar a los Baños Salinillas para ahí pasar unos días de descanso y dar una vuelta al valle de Olivares. El cielo nos regaló un sol radiante cuando al día siguiente partimos hacia el valle y con los corazones henchidos disfrutamos la belleza de esta región.
Digno de mención es una roca negra de basalto en el curso inferior del valle del Museo-Azufre. Esta roca se destaca por su forma y color de todo el resto como una mancha negra sobre una paleta de color café.
Junto a los Baños Azules se hizo una pequeña pausa al mediodía. Una exigente cabalgata por senderos expuestos, que Don José con frecuencia debe mejorar con piolet y pala, nos llevó hacia el atardecer a los idílicos Baños Salinillas, que con justicia seducen a una existencia ociosa. Árboles umbrosos invitan a una siesta. Un reponedor baño siempre es bienvenido. Además, las cajas de provisiones, al contrario del año pasado, todavía guardan muchos buenos bocados. Comienza una verdadera fiesta. El menú, hasta ahora uniforme, ya no se respeta. Alemania del Norte y Alemania del Sur cocinan sus recetas favoritas por separado. Sajonia toma caminos especiales. Chile, es decir, Don José se prepara su plato nacional, aunque nunca desprecia los restos de la cocina del Norte de Alemania que para él es reconocida con un “muy rico”. Luego nos acostamos en los catres de campaña, sobre nosotros la sombra de un lun, miramos con indiferencia el humo de un cigarro o de una pipa, leemos algo en un libro o nos vemos roncando “desde adentro”. Increíble como un día de descanso como éste puede abrir el apetito. Yo ya creía que íbamos a llevar una buena parte de las provisiones de regreso a Santiago. Se producen fabulosos sonidos que acrecientan las ganas de comer en forma desmedida, las provisiones desaparecen. La culpa también la tienen los baños con su efecto sobre el apetito.
En confianza, aconsejo al encargado de las provisiones en futuras expediciones no hacer un día de pausa en las fuentes termales. Se necesitan demasiadas provisiones que yo afortunadamente tenía.
Tras un día de ocio como éste, queremos ocupar el último día que nos queda para hacer una cabalgata hacia el valle de Olivares. Los dos más viejos, así como Don José se quedan en el campamento mientras que los más jóvenes partimos acompañados por Modesto.
El valle de Olivares, después de todo lo que hemos visto, ya no nos puede seducir. Es interminablemente largo y al comienzo muy monótono. Tras más de 5 horas de cabalgata sin llegar ni cerca de algún glaciar, que debe haber en la parte superior del valle, y sin ver ninguna famosa cascada, nos decidimos a regresar. La mayor dificultad es maniobrar con los animales por el puente colgante sobre el río Colorado. Recién cuando la mula de Modesto pasó al otro lado, el resto la siguió.
La última noche se acortó de mala forma. A las 2:00 aparecieron 8 amigos haciendo ruido y cantando para así saludarnos. A las 6:00 apareció el resto; en total 25 personas que nos traían las primeras noticias desde Santiago. Las preguntas y respuestas no tienen final. Los viejos árboles de lun sacuden sus copas con circunspección. Nunca han visto, en sus largos años de vida, tanta vida y ajetreo.
Tenemos una calurosa cabalgata por delante. Tras una cabalgata aceptable hasta el Alfalfal viene un tramo sin sombra e interminable, donde yo más bien cuelgo de mi mula. Apenas sopla una brisa. Tras quizás unos días galopes vuelve mi mula a su adormecedor tranco. Medio desnudo, como un indio, espero soportar mejor el calor, pero el repentino cambio desde la frescura de la alta montaña al calor opresivo del valle es demasiado fuerte. Varias veces me quedo dormido sobre mi animal. El más largo de los caminos también tiene un final y así aparece el valle del Maipo y luego el Manzano, donde esperamos en el despacho a los otros, así como a la carga que llega tarde. Tres nos quedamos en el Manzano, después de la partida del tren que lleva al resto a casa, para pagarle al guía y tomarnos un trago de despedida.
Una góndola que pasaba por casualidad con alegres chilenos de San José nos llevó a Santiago. Detrás nuestro en el polvo de la carretera desaparecen montañas y valles, sólo queda el recuerdo de esos días de libertad dorada en las hermosas montañas de Chile. Vacaciones para el cuerpo y el alma.
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Traducción: Álvaro Vivanco
Artículo publicado originalmente en la Revista Andina 1930 Heft 3